Es tarde, lo sé porque en los relojes un alto persigue a un gordo. Él es lento pero poderoso, como un vaivén espumoso de manjar. En su encuentro inevitable de medianoche, nunca fue mejor escribir con mis manos con el hueso salido y las uñas con los dientes amarillos. Es el instante en que una hoja se rasca una arruga gritona que anoche me atacó de frente y se sumó al dolor de mi cama. Acepté el rol para hacer de esclava o al menos llorar un par de poemas que se esfuman como el perfume de mi cuello engatusado por nuevas rimas que van cayendo con los segundos inéditos. ¡Cómo no caerme de mi piel si unas gotas de sudor han venido a ganarse los primeros rocíos de un verano concubino! Todos afuera inician sus vidas cuando los pájaros de pecho rojo y poncho gris comienzan a moverse en círculos como los dedos que han jugado con las cálidas profundidades de mi universo personal. Un humo de nubarrón blanco ha venido a posarse sobre mi saliva que jura fidelidad a otros dientes. Esos mismos que se abrazan fuerte cuando los ojos mojan los cuadernos con canciones morenas y poemas de mediana estatura. El tiempo que acaba con su grito de despidos, con sus placeres de puertas corredizas y agua sensible al calor. Agua que entonces sólo se puede respirar. ¡Cuánta arena palpitante no ha deseado abrir sus piernas ante el sol en los tercos inviernos! Amanece y vuelve la sed. Sed de todo lo que pasea en libertad y haya sobrevivido para contarlo, enfrentándose a la faena de carraspear virus que se valen de nuestros harapos corporales para encontrar su propia libertad. A las doce, juntos, los minutos y las horas comprenden que es mejor sudar de a dos y moverse en un balancín que el viento ha sacado a pasear. Aunque sea tarde. Aunque el alto haya traspasado el poder de decidir a qué hora se terminan las cuentas regresivas y las esperas. Todo sea porque me consumí en el ardor de la primera primavera.