DESTINO
En una campiña muy lejana, en las montañas, vivía un niño con sus padres, único hijo del matrimonio. El niño apenas tenía diez añitos; sin embargo sabía y conocía de las montañas y de sus secretos. Los padres salieron de viaje, y en un trágico accidente, fallecieron.
Se hizo cargo del muchacho una tía, paterna; señora de avanzada edad, para quien sería muy difícil, en pocos años más, cuidar de su persona misma, peor de un niño.
El niño salió de las montañas y fue a vivir en la ciudad con su tía. Ingresó a la escuela y tenía muchos amigos. No faltaba el niño malo, que se burlaba de su condición de huérfano y su rusticidad de campesino.
Nunca antes el niño había sido objeto de burla; pues en su mundo todo era diferente.
Al poco tiempo la tía del niño enfermó gravemente y murió, quedando este en completa orfandad. Solo le quedaba el rancho que fue de sus padres, con su cabañita de madera.
El niño entraba ya a los 14 años, era todo un mozuelo cuando su tía falleció. La difunta frecuentaba mucho la iglesia y era muy bien llevada con el párroco.
Después del funeral de la tía del muchacho, se le acercó a este el párroco, y muy sutilmente, le dijo, que su tía había dejado una carta. El muchacho, agradeció al padre y quedó en pasar por la iglesia para que le entregue la misma. Al siguiente día, el mozuelo se dirigió a la iglesia en busca del párroco, quien le entregó la carta, advirtiéndolo que fuera prudente con sus acciones después de leer la misma.
Intrigado por las palabras del párroco, el muchacho no leyó la carta de contado después de salir de la iglesia, la tuvo en sus manos, unas horas pensando qué había en ella; se decidió y por fin la abrió.
– Hijo mío, seguro que cuando estés leyendo esta carta, yo estaré muerta y enterrada. Lo que te voy a decir en estas líneas, no debías saberlo nunca, pero en las condiciones actuales, es mi obligación romper el silencio y hacerte saber una verdad que de seguro cambiará tu vida. Ojalá para bien. Tú naciste y te criaste con tus padres, gente buena que te dieron siempre lo mejor, y vivieron para ti y por ti. Sí, ellos fueron realmente tus padres. No sé cómo decirte esto hijo, ni si debo o no hacerlo, pero ya está hecho, tú tienes en tus manos la verdad, y muy pronto la sabrás. Tus padres lucharon mucho por tener familia, un hijo era todo lo que ellos querían y lo ansiaban con todas sus fuerzas, pero, el destino y nuestro Dios, no les concedió ese privilegio-.
El muchacho, no pudo seguir leyendo, sus manos temblaban, su rostro empalideció, sus piernas se doblaban, entendía ya lo que venía líneas más abajo. Tomó fuerzas, abrió la carta y reanudó la lectura.
…Sin embargo, Dios sí les dio un hijo, un hijo que nació del fruto de su amor, porque es así como lo lograron; pero un hijo que no nació de la unión de ellos como hombre y mujer, sino, un hijo que lo engendraron otros padres, padres, que por motivos desconocidos, lo dejaron en otras manos. Sí hijo, esas personas que te criaron con tanto amor y dedicación, esas personas que dieron la vida por ti, no eran tus padres biológicos, ellos te adoptaron cuando tú naciste. Cuando tú llegaste a sus vidas, eran las personas más felices de este mundo, pues tú eras un regalo de Dios, al cual ellos iban a cuidar y a ver crecer, a entregar todo de sí para que seas feliz. Nadie sabe las circunstancias que obligaron a tus padres biológicos a encargarte en otras manos, nadie puede juzgarlos, pues desconocemos que problema tan grande los hizo tomar una decisión tan dura, como es desprenderse de un hijo. Comprenderás lo que te digo hijo, y no tendrás reproches para ellos. Habla con el padre de la iglesia del pueblo donde tú vivías. Hijo me despido, pidiéndote que seas muy prudente y pienses mucho. Solo Dios puede juzgar…
El muchacho, acabó de leer la carta, y se sentó, invadido de un extraño sentimiento. Su vida había cambiado, y de qué manera.
Al amanecer del día siguiente, el muchacho salió de su casa, y corrió a la iglesia del pueblo. En el camino, se detenía para descansar y pensar; pensar en lo que toda la noche dio vueltas por su cabeza.
Llegó a la iglesia, muy ansioso, con muchas interrogantes, pero con la firme convicción, de que haría lo imposible para dar con sus padres. Entró a la iglesia, buscó al padre, este lo quedó mirando y le dijo – Hijo mío sé que te trae hasta aquí. Ven siéntate, vamos a conversar. - Padre por favor cuénteme, dígame en donde están quienes son mis padres, mi tía en su carta… por favor padre dígame, dígame. – Cálmate hijo; tú vas a saber lo que quieres, pero lo que yo sé; ¡no más! Hace catorce años, cuando Yo, prácticamente llegué a este pueblo, se acercó hasta la iglesia una pareja de jóvenes, que oscilaban entre doce y catorce años, como decir jóvenes, cuando eran aún niños como tú; estos llevaban en brazos a un niño recién nacido. Se encontraban muy nerviosos, lloraban desconsoladamente, y se culpaban por haberle traído a ese niño al mundo. Traté de consolarles, pero todo era inútil. Me pidieron me haga cargo del niño por unos días hasta que ellos encuentren a donde levarlo; accedí por la forma en la que me pidieron, suplicando y llorando. Pensé regresarían como dijeron a ver a su hijo; pero no, solo me llegó una carta, que aún la conservo entre mis pertenencias y que ahora es tuya. – Démela padre por favor, démela, necesito leerla, necesito saber de ellos. - No tan a prisa hijo, debes tranquilizarte y hacer las cosas con prudencia.
El padre se dirigió a un cofre que lo tenía guardado dentro de la sacristía, sacó un pequeño papel doblado en cuatro partes, escrito a mano, marchito, y amarillento; pero sin embargo este tenía un olor especial, un olor que se sentía con solo tomarlo en las manos. Entregó el padre la carta al chico, quien la tomó, como si se tratara de un tesoro, un tesoro, que lo hubiera buscado por mucho tiempo. Con lágrimas en los ojos, abrió la carta. Lo primero que miró, fue unos labios impregnados en ella, labios que besaron una lágrima que desdibujó las letras, haciendo que la tinta se expanda. No leyó la carta, solo miró esos labios, cerró los ojos y los acercó a su boca, depositando en ellos un tierno beso. Sus labios y los de la carta, calzaron como si fueran los suyos los que hubiesen depositado ese beso en aquel papel.
El párroco muy prudentemente, salió de la sacristía dejando solo al muchacho en su intimidad.
Abrió la carta y con lágrimas en sus ojos la leyó.
– Si el destino así lo manda, esta carta, estará algún día en tus manos. Hijo mío; apenas somos dos niños irresponsables, tu padre tiene catorce, Yo apenas trece. No sé porqué Dios nos dio este regalo tan grande, sabiendo que no podemos ni con nuestra propia vida. No pretendemos justificar la terrible decisión tomada. Nada de lo que podamos decir, o que nos pueda pasar justifica este acto. Solo el amor que te tenemos. En estas letras, dejamos nuestros corazones, dejamos nuestra vida y nuestra alma en este pequeño y arrugado pedazo de papel. No sé qué va a ser de nosotros sin ti, pero sí sabemos, que estarás mejor no estando a nuestro lado. No te pedimos comprensión hijo, nuestro acto no tiene indulgencia. No te pedimos perdón, tú perdón no lo merecemos; ni siquiera te pedimos misericordia, pues no somos dignos sino de castigos, los que desde ya los estamos sintiendo. No sabemos qué edad tengas en este momento, ni en donde estés, no sabemos tu nombre, ni debo hacerte saber cómo te llamamos cuando naciste, pues no tenemos derecho a nada, porque desde ahora, somos nada. Si estás leyendo estas líneas, es porque tú vida ha cambiado y de seguro estás sufriendo. Hijo mío, solo esperamos que al leer esta carta, y enterarte de la verdad, seas cauteloso y no cometas errores que te puedan llevar a lo que hoy estamos viviendo nosotros. Probablemente este momento estemos en algún lugar del cielo, o más seguro, ardiendo en el infierno. Hijo; no sabes cuánto nos duele el haber tomado esta decisión; no sabes cómo se nos desgarra el alma, y se nos destroza el corazón. Sabemos que serás un hombre de bien, luchador y honrado.
¡Jamás dejaremos de quererte!
Con amor.
Tus padres.
El muchacho después de leer la carta de sus padres, sintió una angustia en el pecho, que le obligaba a saber más. Corrió en busca del párroco y le suplicó le diga todo lo que sabe. – Padre, le pido por lo que más quiera, por Dios, dígame que más sabe, dígame todo; hay algo que me dice que no puedo quedarme así, que debo seguir. –Hijo no sé nada más, sé lo que te dije y eso es todo. Yo llegué a esta iglesia y pocos días después te dejaron aquí tus padres, o los que dijeron ser tus padres. Pero… espera. Antes que tus padres vinieran a dejarte recibí una llamada del obispo León, avisándome que tus padres vendrían a dejarte en esta iglesia; sí, el debe saber algo más. –Pronto padre, dígame en donde lo encuentro, por favor dígame. –Tranquilo hijo, yo mismo te llevaré.
El padre y el muchacho, se dirigieron a la ciudad y se entrevistaron directamente con el obispo León. Este, después de saber todo lo que había pasado, y de leer personalmente la carta de los padres del muchacho, no pensó dos veces y contó al muchacho lo que había pasado, haciéndolo con lujo de detalles.
-Hijo, tus padres te querían mucho, nunca dudes eso. Lo que les llevó a ellos a tomar una decisión tan desnaturalizada, es el momento por el que ellos estaban pasando. Tú madre era huérfana de padre y madre, ellos murieron en un accidente cuando ella tenía ocho años, pero tu madre salió adelante, pues era una mujer muy trabajadora. Tú padre, vivía con su abuelo, un hombre de avanzada edad, que necesitaba que su nieto lo mantenga, cosa que tu padre lo hacía con muchísimo agrado y responsabilidad. Tu padre y tú madre se conocieron y se enamoraron desde el momento mismo que se vieron, ella tenía siete años y el ocho, desde entonces nunca más se separaron. Los padres de tu padre, Ángel como se llamaba, murieron jóvenes sin más descendencia que tú, muchacho. Ellos murieron de una enfermedad llamada SIDA. Cuando tu padre nació, sus padres, según dicen, ya tenían la enfermedad, que como ahora sabes es mortal. Esa enfermedad se transmite de padres a hijos, y eso fue lo que pasó. Tu padre nació con SIDA y contagió sin saber a tu madre, y al tú nacer, era muy probable que también tuvieras la enfermedad. El tratamiento para dicha enfermedad es demasiado costoso, y en ese tiempo era algo inalcanzable. Tus padres cuando tú naciste, estaban enfermos, ya la enfermedad se hizo presente en sus cuerpos, pero como no tenían los medios suficientes para tratarse, para ellos todo se les puso cuesta arriba. Sufrieron como nadie imagina, y tomaron la decisión de dejarte a ti en buena manos, pues tal y como se sabía era la enfermedad, solo les esperaba la muerte. La discriminación a quien padece de esta enfermedad, les imposibilitaba hasta conseguir trabajo. Pobres tus padres, muchachos, niños como tú; se querían hasta la adoración, el uno no podía vivir sin el otro, eran realmente un ejemplo, con sus pocos años. –Pero padre alguien sabe a dónde fueron mis padres, si murieron, en donde están enterrados. –Hijo, tu padre y tu madre nunca supieron a donde fueron a dejarte a ti. –Cómo pero el padre me dijo que ellos me dejaron en la iglesia. –Sí, eso es lo que el padre cree y sabe, pero no es la verdad. Cuando se entrega a un niño en adopción, nunca más se puede descubrir la verdad, ni saber jamás ni por nada, quienes adoptaron a ese niño. – Pero, señor Obispo de donde eran mis padres Usted debe saberlo, dígame. – Tus padres fueron de un pueblito llamado San Juan, este pertenece a la parroquia Gualaceo, de la ciudad de Cuenca. -Padre, y Yo porqué vivo aquí en Ibarra. - Porque la iglesia te mandó para allá, con dos jóvenes que fingieron ante el padre que ahora te acompaña, ser tus padres. –Señor Obispo, ¿y la carta? - La carta es auténtica, por eso estás acá.
El muchacho con los datos que le proporcionó el Obispo, vendió la casa de su tía, que ahora le pertenecía, y salió en busca de sus padres, vivos o muertos, pero el quería encontrarlos.
Se dirigió a la ciudad de Gualaceo, y empezó a indagar. No tenía más datos de los que le dieron. No había nombres ni apellidos; solo un lugar, y una historia. Todos en el pueblo de San Juan, y en Gualaceo, sabían quienes tuvieron sida, y esto sería la mejor información.
Una vez en Gualaceo, el muchacho, se dirigió a la iglesia, e hizo averiguaciones. Con los datos obtenidos en esta, se dirigió a la ciudad de Cuenca, que según la información obtenida, allá reclutaban a las personas enfermas de ese mal. En la ciudad de Cuenca, no tuvo mayor información. Triste y desconsolado, regresó a Gualaceo, en donde preguntó por las familias más antiguas y tradicionales de ese pueblo. De los datos y nombres proporcionados, se entrevistó con un anciano de apellido Lituma, este conocía y se acordaba de todas las familias y de sus renacientes desde el año mil novecientos cincuenta. Sin dar largas al asunto, el anciano, identificó a las familias del muchacho. –Me acuerdo muy claro, tus padres muy jovencitos, trabajaban en lo que podían, tu madre quedó huérfana al igual que tu padre. Tus abuelos paternos, según decían murieron con SIDA, pero no fue así, ellos murieron de tuberculosis, pero como todo el pueblo tenía mucho miedo al mal, hicieron propagar la noticia y esto se convirtió en verdad. Hasta los médicos decían que sí, que es sida, pero para mí no. Yo he visto mucha gente con la tuberculosis y tus abuelos segurito murieron de eso. – Y mis padres señor en donde están, murieron o están vivos. Tus padres hijo después de que tu madre dio a luz enfermaron, de seguro de la misma enfermedad que tus abuelos, porque el cuidó de su abuelo hasta el final, y siempre dijo la gente, que tu padre nació con el mal, es decir con sida. Al ponerse mal tus padres, cuando tu madre estaba embarazada, llamaron al curandero, para que los atienda, y este sinvergüenza, quiso quemar la casa diciendo que tus padres estaban con sida; esto se regó por todo el pueblo y tus padres después de dar a luz, enfermos y sin medio al bolsillo salieron de este pueblo y no se supo más. Después de unos años, se oyó rumores que los sidosos habían vuelto, es decir tus padres, y que te andaban buscando. Ellos y no estaban enfermos, no tenían ningún sida, que cosa tendrían, si no era la misma tuberculosis.
– Pero y como, ¿y a donde fueron después mis padres?
-Oí decir que a Estados Unidos. No sé si llegarían, no sé si se irían, pero la gente decía que si han llegado y que están en New York. Te buscaron tanto hijo, pero al parecer nadie quiso dar razón, y los pobres dejándose llevar por un rumor que te habían llevado a los Estados Unidos, se fueron ellos también. Pensarían encontrarte, pues no sabían lo que es eso de grande.
El chico después de obtener valiosa información, (pues ya sabía quiénes eran sus padres y que ellos estaban vivos), después de dos años de búsqueda, contacta con un coyote en Gualaceo y emprende el viaje, después de vender el rancho que tenían en las montañas sus padres adoptivos.
Luego de una larga travesía, peligros y peripecias, llega a los Estados Unidos, con alguna vaga pista de donde podían estar sus padres. En forma por demás astuta, logra que le pasen su historia por un canal de televisión, que tenía un programa en el que ayudaban a buscar personas desaparecidas y a unir a familias desunidas por la migración; este programa era DON FRANCISCO. Gracias a este programa y a la ayuda que personalmente le dio don Francisco, el muchacho, cuyo nombre era Ángel Antonio; Ángel por su padre y Antonio por su madre, logra contactarse con sus padres. El reencuentro fue televisado y les compraron la historia. La situación legal de ellos se arregló, pues les dieron la nacionalidad a los tres, y una muy buena suma de dinero por la historia y porque iban a ser parte de la película.
Fin…
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