Don Raimundo era un anciano como cualquier otro. Aunque a decir verdad, quizá lo único que lo diferenciaba del resto era su afición por la pesca. Acostumbraba a salir muy temprano por las mañanas con su caña de pescar y pequeños gusanitos de anzuelo, y se instalaba en el mismo lago de todos los años. Éste era un lago que más bien se asemejaba a un tranque, donde más que peces, don Raimundo tenía que lidiar con basura y un sin fin de otros objetos que de nada le servían para lo que pretendía ser su faena diaria. Pero don Raimundo no se rendía, y aunque el promedio de peces por día no sobrepasaba el par, él insistía en que algún día llegaría a su casa y en la cocina le dejaría a su viejita un buen montón de pescados para comer.
La mañana del quince de mayo de mil novecientos treinta Don Raimundo se levantó cerca de las cinco de la mañana y con el trinar de las aves como de costumbre. Preparó un café con leche y se sentó en la mesa del comedor a ordenar todos sus accesorios de pesca. Seleccionó con cautela los gusanitos que ese día le traerían suerte, reparó su caña que el día anterior había resultado dañada, se preparó un pan amasado con queso y mortadela, y besando a su señora en la frente, salió a lo que él llamaba, la aventura de cada día. Su señora como de costumbre, pero con una extraña tristeza le respondió: Que la tierra te sea ligera viejo.
Llegó a eso de las siete de la mañana al lago. A esa hora, decía él, había que aprovechar que los peces andaban dormitando por el agua un tanto atolondrados y pillarlos de sorpresa. No había nadie más en toda la orilla del extenso lago. Solitario, pero feliz, Don Raimundo tomó su asiento de fina madera y se sentó a pocos metros de la orilla a preparar su caña. Con sumo cuidado tomó un gusanito y lo ensartó en el anzuelo. Tomó cierta distancia y con fuerza lanzó el fino sedal al agua en busca de algún pez, como acostumbraba a decir, inocente y de buena voluntad.
Cuando el sol ya estaba en la mitad de su camino, don Raimundo tan sólo había pescado dos pequeños peces que de nada le servían para cocinar a su querida viejita. Un fuerte dolor en la rodilla lo empezaba a aquejar y las ganas de volver a su hogar aumentaban en cada retirada con su carrete. Pero sintió que se debía quedar. Él no creía en los presentimientos ni en nada de eso, pero su señora siempre insistía en que debía dejarle algún espacio de su mente o de su corazón a esas cosas que nadie logra explicar con conformidad. Y, siguiendo los consejos de su amada, prosiguió.
Al cabo de una hora algo picó en su caña. Don Raimundo tironeó fuertemente y comenzó a girar el carrete para recoger su sedal. Por lo fuerte que tironeaba, pensó que algo grande debía ser. Cuando ya había recogido gran parte de su sedal, vió que algo, que precisamente no era un pez, venía enganchado en su anzuelo. Era una bolsa de grueso plástico y de color gris. Decepcionado cogió dicha bolsa, la retiró del anzuelo y la tiró a un lado. Sin importarle lo que adentro podría venir, tomó nuevamente su caña y con la misma fuerza de siempre procedió a lanzar nuevamente el sedal al frío lago. Como ya sus rodillas no podían más, hundió la caña en el fango y se sentó a esperar. El cansancio quería ganarle la batalla y sus ojos se comenzaban lentamente a cerrar. La incomodidad del asiento hizo que su cabeza se balanceara hacia un lado y que eso lo despertara de un salto. Abriendo lentamente sus ojos, miró hacia un lado y la bolsa que había recogido hace unos instantes comenzaba a volarse producto del fuerte viento que empezaba a soplar en el lugar. Sin saber porqué Don Raimundo se levantó rápidamente del asiento y salió tras la bolsa. Pero al correr en busca de dicha bolsa plástica, sus rodillas lo traicionaron y el dolor provocó que resbalara con el fango y cayera al suelo bruscamente. A su avanzada edad las caídas no eran inofensivas y por lo mismo el fuerte dolor, aumentado con la caída, hizo que se desmayara por unos momentos a la orilla del lago. La marea comenzaba a subir lentamente y Don Raimundo no despertaba. De pronto, el agua, con su fuerza, movió la bolsa que había dejado de volar y con un leve golpe en las mejillas, Don Raimundo logró recobrar la conciencia. Un tanto aturdido aún, miró de reojo la bolsa que yacía cerca de su cara y la maldijo con rabia, pero, en vez de ignorarla, la abrió por un costado y metió una de sus manos para investigar su interior. Desde el fondo sacó un papel, de los muchos que la bolsa contenía, y procedió a leerlo. Al comenzar con su lectura, Don Raimundo se dio cuenta que lo que estaba leyendo no era un simple papel, sino que se trataba de una carta. Ésta pertenecía a una muchacha de tan sólo quince años, y que según cuenta en dicha carta, la escribía dedicada a Dios para pedirle perdón por haber abortado a los tres meses de gestación. Don Raimundo, que era ateo desde su juventud, se sorprendió sobremanera por la devoción de aquella niña plasmada en dicha misiva, y metiéndola nuevamente en la bolsa accedió a retirar otra para ver que contenía. Para su sorpresa, nuevamente se trataba de una carta dedicada a Dios. Esta vez pertenecía a un hombre, que preso en una cárcel del sur, le aseguraba a su Dios que él era inocente y le pedía por favor poder volver a ver a su familia. Don Raimundo, aún sorprendido por lo que resultó contener aquella bolsa, tomó sus cosas y subiendo unos metros más arriba, se instaló en una mesita improvisada con algunos troncos de árboles. Sentado en uno de ellos, procedió a sacar todos los papeles de la bolsa, que deben haber sido cerca de unos ciento cincuenta, y se puso leer uno por uno. Leyó de todo. Entre ellos estaba la carta de un hombre que le pedía a Dios ganarse la lotería para comprarles una casa a sus padres. Otras trataban de mujeres que pedían perdón a Dios por haber sido infieles, y otras tantas eran de hombres pidiéndoles a Dios que les diera un empleo digno para mantener a sus familias.
La noche comenzaba a caer y Don Raimundo, entusiasmado como nunca antes con algo religioso, seguía leyendo con la ayuda de su linterna el centenar de cartas dedicadas a un Dios en el cual no creía. Cuando ya llevaba cerca de setenta cartas leídas el frío comenzó a carcomer sus huesos y decidió volver a casa, suponiendo además, que su mujer estaría preocupada.
Mientras caminaba de regreso a casa, Don Raimundo no sabía si estar alegre o triste. Por un lado una extraña felicidad invadía su cuerpo y sin entender por qué, por sólo un momento la devoción de aquellos emisarios había hecho surgir en él un granito de fe. Pero por otra parte, y sin tenerlo muy claro, le apenaba saber que esas cartas no las debería haber encontrado él, sino su verdadero destinatario. Sin embargo, de inmediato pensó en su señora y supuso que esta vez sí había recibido algo, que no eran peces, con alguna explicación que él ni siquiera podía descifrar, así que decidió continuar su viaje y de paso desechar la idea de dejar las cartas en el lago donde las había encontrado.
Cuando llegó a casa su mujer estaba sentada en su silla de mimbre con sus ojos cerrados. Había muerto. Don Raimundo con el llanto apretando su garganta, pero sereno como quién espera la muerte, acostó a su viejita en su cama esperando que amaneciera para dar aviso al cura del pueblo. Se devolvió al comedor, tomó la bolsa que había encontrado en el lago y nuevamente esparció las cartas en su mesa. Para su gran sorpresa una de las cartas que empezó a leer esa triste noche pertenecía a su amada. En dicha carta le pedía a Dios cuidar de su esposo cuando ella, producto de su enfermedad, tuviese que abandonar este mundo. Don Raimundo, con las lágrimas aflorando por montones desde sus ojos y cayendo suavemente por sus mejillas, no se explicaba por qué su mujer nunca le había contado que se encontraba enferma y que le escribía cartas a Dios. Esa noche Don Raimundo no durmió. Ni tampoco las tres que le siguieron. A la vuelta del funeral de su esposa decidió guardar celosamente esas cartas en algún lugar de su casa. Y una tarde, cuando las volvió a leer, notó una leve similitud en la letra de todas las cartas y pensó por un momento que todo había nacido del puño y letra de su amada. ¿Para que él por fin creyera en Dios? ¿Para demostrarle que hay cosas que nadie puede explicar? eso nunca lo sabría. Como tampoco nadie supo ni sabrá porqué ese quince de mayo el sedal de la caña de Don Raimundo trajo consigo una bolsa con cartas a Dios y que ni siquiera se encontraban mojadas producto de naufragar horas y horas en un lago. O quizás tan sólo lo sabe su verdadero destinatario.
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