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Mis recuerdos más lejanos son de cuando era muy pequeña y pasábamos el verano en el campo, en la chacra de mis abuelos. Todavía no tenía noción de fechas ni estaciones, pero apenas comenzaba a hacer calor ya entraba en abullición mi sangre y no podía quedarme quieta pensando que se acercaba el día del viaje.
Mi mamá preparaba las valijas mientras protestaba: que si los mosquitos, que si las moscas, que si la falta de electricidad, que si la tierra... Pero para mí era una fiesta.
Y por fin llegaba el día: metían todo en el auto, y a mi hermana y a mí tambiém, como dos bultos más. No hablábamos siquiera, por miedo a ser castigadas y tener que quedarnos en casa. Recuerdo la llegada, el aroma a pasto que entraba por las ventanillas, el sonido del follaje mecido por el viento y el ladrido de los perros. Al principio nos asustábamos, pero después de unos días, terminábamos jugando con ellos.
Por las mañanas mirábamos ordeñar las vacas y tomábamos la leche tibia y espumosa, juntábamos huevos con la abuela, más bien espantábamos a las gallinas que tenían cada una su nombre y terminaban aterrorizadas. También jugábamos con los conejos y recogíamos flores para la mesa del comedor.
Cerca del mediodía nos llevaban al estanque y nos sostenían, atadas con una soga, para que pudiéramos chapotear a gusto.
Pero lo que más me gustaba era el atardecer. Después de simular que dormíamos la siesta nos sentábamos bajo el árbol, la abuela cebaba mates y el abuelo nos contaba cuentos. A veces eran repetidos, pero daba igual. Lo bueno eran los sentimientos, esa sensación de estar donde uno debía estar.
El verano más triste de mi vida llegó muy pronto. Un día, cuando ya habían empezado el calor y las protestas de mamá, algo pasó. De pronto todo se volvió silencioso, y los adultos muy tristes. Mamá y papá nos sentaron y nos dijeron que el abuelo se había ido. Como nosotras queríamos saber cuándo volvía, nos explicaron que no iba a volver. Había ido a un lugar muy lejano donde va la gente muy cansada para descansar.
En aquella época no se cuestionaba a los mayores y nosotras éramos muy chicas pero no estúpidas y, de ahí en más, comenzamos a preguntarles a cada rato si estaban cansados. Después de unos días se dieron cuenta de qué era lo que pasaba y nos prometieron que sólo se cansarían cuando nosotras fuéramos muy grandes y que para eso faltaba mucho, mucho tiempo.
Y lo cumplieron, ahora ya no están con nosotras pero yo soy abuela y les cuento cuentos a mis nietos y no importa si se repiten, lo importante siguen siendo los sentimientos.
Para mí el verano es una época especial; aunque no volví nunca al campo todas las mañanas me despierto con el canto del gallo, lo primero que respiro es el olor del pasto recién cortado, oigo el ruido de las cacerolas de la abuela y ese aroma a tostadas recién hechas. Pero, por sobre todas las cosas, siento la tibieza del abrazo del abuelo. Y esos son los cinco minutos mejores de mi día.

Texto agregado el 04-01-2010, y leído por 84 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
04-01-2010 Una prosa de lujo, pulida, bella, se nota el amor con que la realizó. Maria_Eleonor
 
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