El cielo no se mostraba como una vastedad empírea desde la perspectiva de San Nicodemo de los Baleros, sino cual casco gigantesco pero limitado: azul cerúleo en los días despejados de abril; blanco algodonado cuando se cubría de nubes pachonas similares a genios-borrego; y renegrido como tizne de cazuela los instantes previos a las tormentas.
Así aparecía aquella mañana en que Pedrito se levantó tan temprano que aún tuvo tiempo de ver los gañotes acalambrados de los gallos en sus palos-literas al desgranar sus kikirikís desgarradores en tanto a un lado “El Botijón” soltaba ladridos de gusto luego de incorporarse del escondrijo donde se ovillaba cada noche.
Pero Pedrito no estaba para meditaciones metafísicas, pues debía despertar a sus cabras para llevarlas a pastar a lo alto de las montañas que circundaban San Nicodemo cual si fuesen los dientes descomunales de un valle con tremenda boca abierta.
De tal modo, Pedrito aún alcanzó a practicarse un nudo rudimentario para sostener su calzón de manta, se reacomodó los pies polvorientos en los huaraches, se sujetó el sombrero de palma que le encasquetaba todas las noches su padre al regresar de la milpa, y por último se apretó el jorongo que no se quitaba ni para dormir.
Ya dispuesto, Pedrito aún se dio tiempo para bostezar, pensando al paso en que ese día cumplía diez años, como le aclarara dos meses antes el cura Nicolás al prepararlo para su primera comunión; porque eso sí, los papás de Pedrito podrían ser muy pobres, pero eran muy devotos, pues hacían que toda su camada cumpliera con los santos sacramentos, como ocurriera con un primogénito exiliado en la capital.
Pedrito se quitó al Botijón con un esguince de la rodilla para apaciguar su entusiasmo, sujetó una vara y levantó la tranca del corral de troncos bastos donde se hacinaban las cabras ya despiertas y quietas como estatuas en las que sólo se movían las mandíbulas de oprobiosas barbas montaraces.
Los gallos seguían con su concierto al alimón, y tras el apelotonamiento de montañas se distinguió apenas el crepúsculo aplacado por las nubes fijas como parches en el cielo donde también se ocultaban la pelota de la luna y la dispersión de las estrellas.
Pedrito llegó a empujones hasta el macho alfa de terribles cuernos retorcidos como en las estampas apocalípticas que el niño viera en la Biblia ajada del padre Nicolás, y sin andarse con delicadezas, le soltó una patada correctiva en la panza tan redonda que parecía atiborrada de las bolotas de masa con las cuales las abuelitas preparaban sus tamales cada fiesta del santo patrono.
El animal dio unos cuantos pasos con sus firmes patas unguladas y se dirigió por instinto hacia la salida del corral, activando el cencerro atado al pescuezo como seña para que lo siguiera el resto del clan.
Las nubes en lo alto reconcentraron su furia primitiva y al adquirir el color del carbón no aguantaron más su enojo ancestral y se desbordaron sobre San Nicodemo de los Baleros en ráfagas violentas acompañadas por rayos tortuosos que tajaban el cielo como si quisieran abrirle la panza para que dejara salir a la luna, las estrellas, y hasta al sol si se podía.
Pedrito sintió el fregadazo del agua pero no se amilanó y condujo con talante de héroe sumerio a sus cabras hasta el sitio donde cada mañana las llevaba a pastar. Con todo y el temple del pequeño, a los pocos minutos el agua era tan fuerte que lo obligó a cerrar los ojos mientras avanzaba por puro instinto, escuchando en ratos los quejidos de un Botijón con el pelambre escurrido sobre el empaque esférico.
No obstante el marasmo de los elementos, en ocasiones Pedrito aprovechaba el resplandor de los relámpagos y se orientaba en su ruta, tratando de no acercarse a los árboles avasallados por la tempestad, pues no eran novedad en San Nicodemo las muertes de incautos que se abrazaban a los pirules como si los fueran a proteger con sus ramas zarandeadas o la aspereza de los troncos bien clavados en la tierra.
Con todo y la violencia desatada, Pedrito no tenía miedo, sino enojo por hallarse dando traspiés; sin contar el frío canijo que trataba de contener avanzando con determinación para mantener en lo posible el calor del cuerpo.
Tal como siempre ocurría en San Nicodemo de los Baleros, la inclemencia del cielo sólo duró una hora. Y una vez que las nubes terminaron despanzurradas sobre las chozas y los campos, el sol acabó de abrirse paso tras las montañas y asomó esplendoroso, dispuesto a secar los tejados, los lomos dóciles de las bestias y los cuerpos erguidos de los hombres, como atestiguó Pedrito cuando alcanzó su destino al frente de sus cabras y del Botijón, con un gesto de tenacidad y orgullo que no le era ajeno.
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