Me mataré si no vienes. Así decía el mensaje que aquella tarde Gustavo le envió, a través de su celular, a su ex novia. Preparó con sumo cuidado todo lo necesario para terminar con su vida ese mismo día. Repasó cada movimiento con cautela. De estar seguro las manías con que maquinó aquel momento no hubiesen aflorado. Pero persistía. Retiró de su cama una de las viejas sábanas y la enrolló hasta lograr una especie de gruesa cuerda. Miró su reloj de bolsillo con impaciencia, mientras recorría cada rincón de su pieza esperanzado en que su amada llegaría a tiempo. Él sabía que ella ya no lo amaba, pero sus motivos para dar fin a su existencia no eran tan sólo producto del desamor. La soledad invadía su vida con asombrosa rapidez y a sus cortos veinte años no había podido llenar ese vasto espacio ni con alcohol, ni con amor, ni con amigos. Día y noche pensaba en que el suicidio era la única salida, pero su educación cristiana no tardaba en sentenciar sigilosamente su decisión. Ese día lo único que deseaba era que alguien lo llegara a rescatar. Estaba seguro que su hado lo había conducido hasta aquí, pero el miedo que ese día lo mantenía acorralado en su habitación abría la puerta de la tan despreciada esperanza de algún tipo de salvación.
Gustavo era un tipo excepcional. Sus amigos siempre pensaron que era realmente un genio que el alcohol y las drogas habían mutilado de improviso. Pero él siempre respondía que la vida lo había desahuciado y llevado hasta donde estaba. Los problemas del mundo lo aquejaban, e impotente se dormía cada noche pensando en la mejor manera de terminar con la injusticia terrenal, o en su defecto, con su vida. Para él no había otro dilema más importante que el dotar de sentido a la vida. Gustavo era un ateo convencido, pero acostumbraba a decir que el suicidio era lo más divino que podía llegar a hacer un hombre. Quitarle la causalidad a la vida eligiendo el día de nuestra muerte, convertía a todo ser humano en un pequeño semidiós. La vida, pensaba él, era imposible de poder valorar. -¡Cómo valorar lo que nos permite valorar!- acostumbraba a decirles a sus amigos cuando discutían sobre el valor de la existencia. La suma de todos estos cuestionamientos, aumentado por el desamor, habían conducido a Gustavo hacia donde hoy se encontraba. Solo en su habitación, paseándose de un lado a otro, fumando un cigarrillo, con los nervios acechando todo su cuerpo, esperando a la mujer que amaba o a la muerte ingrata y concebida. Sus manos temblaban. Temía que esa tarde la que atravesara el umbral de esa puerta no fuese su ex novia, sino su madre. Algo de empatía anidaba aún en su corazón, y ver a su madre aquel día amenazaría, paradójicamente, con poner fin a su fin.
Su ex novia, desesperada y sollozando en el bus rumbo a casa de Gustavo, no dejaba de maldecirlo. No entendía su decisión ni mucho menos el haberle mandado un mensaje sentenciando su próxima muerte. Pero esos sentimientos se distorsionaban en su mente y no tardaba en aflorar el amor que alguna vez había sentido por el joven. El llamado era a salvarlo y eso haría. Sentada en el microbús la angustia le carcomía poco a poco, pero sabía que más no podía hacer. Tomó su celular y lo llamó. Nadie contestó. Lloró, maldijo, se calmó.
Gustavo seguía dando vueltas a su pieza. Había decidido cerrar con llave y lanzar ésta por la ventana. Así, no habría escapatoria posible que le hiciese dar un paso atrás. Si llegaba su ex novia, de alguna u otra forma lo salvarían, pero él de su cuarto no saldría solo ni por su cuenta. La tribulación le impedía pensar fríamente. Sus manos temblaban sobremanera y los mareos le acechaban cuando, de reojo, miraba aquella sábana que, extendida, esperaba en la cama. Pero en alguna parte de su cabeza la decisión ya estaba tomada, aun cuando los breves delirios le traían las imágenes de su novia llegando a su encuentro. Si su decisión era cobarde o un acto de valentía, para él era cuestión de perspectivas y no le preocupaba en lo absoluto. Él en esto era juez y parte y su habitación el impávido jurado.
Camino a casa de Gustavo, su ex novia se topó con la madre de éste. Sin darle ningún tipo de explicación la tomó fuertemente del brazo y apresuró el paso. La madre de Gustavo no podía entender nada, pero con una leve preocupación se incorporó camino a casa. La joven intentaba tragar saliva e impedir que las lágrimas afloraran y corrieran por sus mejillas. Subieron rápidamente las escaleras. Tocaron desesperadas la puerta de la habitación donde Gustavo se encontraba hace ya más de una hora. Éste con el corazón a punto de estallar, intentó abrir la puerta desesperado. Le dijo a su madre que fuera en busca de ayuda. Ésta casi enloquecida salió corriendo a buscar a algún vecino, mientras la muchacha que no paraba de llorar y pedirle a Gustavo que no lo hiciera, intentaba a golpes abrir la puerta. De pronto los desesperados golpes de Gustavo intentando abrir la puerta se detuvieron. Respiró hondo. Retrocedió unos pasos. Miró toda la habitación. La sábana blanca seguía donde mismo. Apoyó su boca suavemente en la puerta y le dijo a la muchacha que la amaba. Ella tan sólo gritó ¡No! El joven dio media vuelta, agarró la sábana con su mano derecha. Con la izquierda tomó una carta que dejó suavemente acomodada en su almohada. Se subió a una silla, arregló la sábana en el techo como lo había planeado y esta vez no dudó. Un leve gemido de dolor revoloteó en la más absoluta soledad de la habitación. El desenlace no tardó en volverse tabú, y cualquier otro detalle expuesto aquí carece de toda importancia, si la madre fue a parar a un siquiátrico, si su ex novia cayó en depresión, si al día siguiente nadie habló de lo ocurrido, no haría más que entrañar aquella decisión.
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