Desde la calle apenas podía verse el edificio del hospital. Rodeado por un bosque, el visitante sentía que ingresaba a un territorio ajeno a la ciudad. Pero bastaba trasponer la puerta giratoria para que esa impresión se desvaneciera. Los pasillos con paredes de mármol y los pisos de granito albergaban a una multitud de personas caminando en todas direcciones. La luz del sol apenas ingresaba lo que hacía necesario que las lámparas estuviesen encendidas durante todo el día. La habitación de Valentina era, sin embargo, luminosa y amplia. Podían verse las copas de los árboles y un fragmento de cielo recortado por los límites de la ventana. La cama parecía inusualmente alta, las sábanas dobladas con una precisión artesanal. Ella permanecía acostada con la cabeza sobre una almohada enorme. El cabello recogido permitía ver los detalles de su cara adelgazada y con expresión ausente. Los ojos abiertos no miraban hacia ninguna parte. El brazo derecho se extendía por fuera de las ropas y desde él partían -o llegaban- una serie de cánulas conectadas a tres frascos colgados de un pié metálico.
Fernando, su esposo, descansaba sobre un pequeño sillón en las proximidades del sueño. Un hombre maduro vestido con elegancia pero sin ostentación. Algo en su expresión delataba el cansancio, una fatiga inscripta en el cuerpo como si siempre hubiese estado allí. La entrada del médico lo sobresaltó, abrió los ojos y se puso de pie. Valentina mostró un ligero estremecimiento en el cuerpo. Algo mínimo, apenas perceptible.
Seguido por una asistente el doctor se acercó a la enferma. La observó, miró el sistema de tubos conectado a su cuerpo y luego se dirigió a su marido.
- Fernando, ¿va a llevarse a Valentina del hospital? ¿Podemos discutirlo antes?
- Creo que ya lo hemos discutido doctor.
- Hablamos de la enfermedad, de su pronóstico, pero nunca de sacarla del hospital.
- Si no hay nada más por hacer entonces tampoco hay motivos para quedarnos.
- Una cosa es su mal pronóstico y otra es alejarla del cuidado médico.
- Le agradezco su preocupación pero nuestros criterios no coinciden.
- Valentina morirá en su casa en poco tiempo.
- ¿No sucedería eso también si se queda en el hospital?
- Sí, pero más tarde, y en otras condiciones.
- No creo que a ella le interesen ninguna de las dos cosas.
Se miraron sin hablar durante algunos minutos. Fernando hacía girar entre sus dedos un llavero dorado que producía un ruido metálico. El médico observaba a Valentina mientras apretaba los dientes. El labio inferior montado sobre el superior. Dos líneas oblicuas señalaban la presión recorriendo su cara de arriba abajo. La asistente, que hasta ese momento acomodaba los objetos sobre la mesa de aluminio, los miraba a ambos con el gesto de quien percibe la tensión del momento y espera su resolución. El médico habló sin dejar de mirar a su paciente y de espaldas a Fernando.
- ¿Va a decidir por ella?
- ¿Hay otra alternativa? O cree que Ud. está en mejores condiciones para.
Giró hasta ubicarse a pocos centímetros de Fernando. Sacó sus manos de los bolsillos y agitó el dedo índice apuntando a su pecho.
- Claro que no, yo nunca dije algo así.
El médico tomó a Fernando del brazo. Ambos dieron unos pasos en dirección a la ventana y continuaron hablando mirando hacia el parque. Un niño, sostenido desde atrás por su madre, orinaba debajo de un árbol.
- Lo comprendo, aunque no lo justifico.
- Se lo agradezco.
- Entonces voy a hacer los arreglos necesarios.
Se miraron. La asistente abrió la puerta de la habitación. Una voz de mujer llamaba a través de los altavoces a la Dra. Ramírez para que se presente en la sala de obstetricia.
Se retiraron. El sonido de la puerta al cerrarse devolvió a la habitación el silencio interrumpido por los ruidos del pasillo. Fernando se sentó junto a su mujer. Acomodó un mechón de pelo caído sobre su frente. Tomó su mano entre las suyas. La miró deteniéndose en cada detalle.
Hacía más de veinte años que estaban juntos. Sus vidas habían transcurrido en un tono menor, como una melodía monocorde y repetitiva que, finalmente, ambos terminaron por no escuchar más.
Fernando pintaba desde la adolescencia. Tenía afinidad por la luz y una mirada infrecuente que le permitía producir imágenes perturbadoras. Pasaba noches enteras encerrado en su taller ensayando perspectivas y mezclando colores. En ese espacio encontraba una rara inquietud que lo rescataba de la indiferencia de casi todas las cosas. Ese entusiasmo le producía miedo. Se avergonzaba. Valentina pudo, pero no quiso, ingresar a ese mundo privado.
Al poco tiempo de vivir juntos recibió el pedido de su mujer como si lo estuviese esperando. No opuso resistencia. Invirtió todo un domingo en guardar sus pinceles en cajas de cartón y en proteger con diarios viejos las obras terminadas. Tiró a la basura los bocetos de futuros trabajos. La habitación de la terraza se convirtió en sala de planchado. Un olor a ropa húmeda y una atmósfera pegajosa lo expulsaron de allí durante los últimos veinte años. No había para qué volver y jamás volvió.
Los primeros dos días con Valentina de vuelta en la casa luego de más de un mes en el hospital se sucedieron con relativa calma. Ella permanecía sumergida en un letargo que la sacaba del mundo. Había que fijar la atención para percibir algún signo de vida en su cuerpo. No se quejaba, pero eso hacía que tampoco emitiera ese lamento apenas audible que hasta hacía poco había sido su única forma de comunicación. Fernando no supo qué era peor.
Permaneció a su lado de día y de noche. Comió, durmió y recordó a su lado. Ni la enfermera ni su hijo lograron alejarlo de allí en ningún momento. Sintió que debía permanecer allí y eso hizo.
Tres días después de regresar a casa subió al cuarto de planchado para regresar a la habitación con un atril de madera envejecida y dos lienzos amarillentos. Los ubicó frente a su mujer de manera que recibieran la luz que ingresaba a través de la ventana. Enjuagó los pinceles y ablandó los pomos de pintura. Tuvo que descartar la mayoría por inservibles pero logró reunir una cantidad suficiente. Se detuvo un largo rato observando la escena antes de comenzar a dibujar con carbonilla negra sobre la tela. Desde entonces ya no se detuvo más. Pintaba y dibujaba durante horas sin emitir sonido mirando a su mujer cuando el dibujo lo requería. Una vez finalizado el cuadro lo ubicaba sobre el piso apoyado contra la pared. Lo observaba con atención, “clínicamente” y dejaba una pequeña esquela debajo del lienzo con observaciones como: “está perdiendo expresión en el rostro” o “ahora se observan signos de adelgazamiento” o “desde el Jueves no mueve los labios” o cosas por el estilo. Luego se dormía exhausto y satisfecho sobre el sillón.
Fue necesario que la enfermera y su hijo se ocuparan de proveerle los insumos para su tarea. Ellos realizaban un inventario de las reservas cada día y se ocupaban de reponer lo faltante. Ninguno de los dos logró, y no por que no lo hubieran intentado, establecer una conversación con Fernando. La única vía de relación parecía limitarse a sus breves observaciones escritas al pié de cada obra.
Fernando se fue encendiendo con la pintura. Cada vez era más notoria la pasión y la energía que ponía en esa tarea. En el cuerpo y en la cara, en la tensión extrema de su cuello y en la desmedida apertura de los ojos se fue instalando un hombre desconocido.
Valentina se transformaba en un espectro. Ya no quedaban rastros de lo que había sido esa mujer. Poco a poco abandonó su cuerpo que se convirtió en una cáscara ajena y hueca sobre la cama. Los cuadros que Fernando pintaba dieron cuenta de ese proceso con una reveladora precisión. Bastaba mirarlos para conmoverse y tomar conciencia del modo en que ese cuerpo se despojaba de Valentina hasta no contenerla en absoluto. Nada en él la recordaba.
Fernando observó el último retrato parado a poca distancia de la tela. Registró los detalles: la piel, ahora oscura y adherida a los huesos. El cuello con el relieve acentuado de cada músculo y cada tendón. Los ojos retraídos, minúsculos en el interior de unas órbitas desmesuradas. La boca pálida, con las comisuras de los labios caídas. Sólo tomaba conciencia de esas transformaciones a través de los cuadros. Ellos fueron los únicos intermediarios entre ese hombre silencioso y su agónica mujer.
La noche del lunes se sintió excitado con su propia obra. No pudo dejarla, no sintió cansancio, no logró dormir. Se detuvo a pintar los pliegues de las sábanas con una intensidad inusual. Los trazos de su dibujo fueron más gruesos y más brutales. Por primera vez pintaba de noche, con luz artificial. La imagen resultó tétrica. No pudo alejarse del atril. A medida que los colores se fueron terminando se vio obligado a emplear únicamente negros, marrones y azules sobre un fondo blanco y deslucido. Se negó la pausa para preparar nuevas mezclas.
No permitió que nada lo perturbara. Las puertas de la habitación se golpearon varias veces. Algo giró enloquecido a su alrededor. No pudo medir el tiempo. No quiso averiguar por qué. Pintó las sábanas sacudidas en el aire. Flotando suspendidas sobre la cama. Se detuvo en ellas, en su lento movimiento al caer, en el demorado vuelo de su blancura. Transpiró. Sintió la excitación y la furia. Finalmente, sin saber cuanto tiempo había transcurrido, se separó del cuadro. Lo tomó entre las manos con más cuidado que nunca. Lo depositó en el suelo siguiendo la larga hilera de su galería. Se alejó. Lo miró asombrado.
Miró el dibujo de la cama, las ropas suspendidas, la almohada en el suelo. Buscó con desesperación. Se sentó en el piso con las piernas cruzadas frente al cuadro. Miró hacia cama vacía. Se sostuvo la cabeza con las manos sobre las sienes y se dejó invadir por la ausencia.
La esquela que dejó al pie del cuadro decía esta vez: “Ella ya no está allí”. |