Quería escribir, así que aliste mi cámara fotográfica y me dirigí entusiasmado a la calle ¿Quien podría ser el protagonista de mi historia? Tal vez la pareja de ancianos que todas la tarde se sientan a recordar su vida en el mismo banco deslucido del parque, mientras se les derrite en su manos los conos de vainilla y chocolate que han comprado, o la mujer vestida de gitana que asegura predecir el futuro con leer las líneas de las manos, o el payaso que ya no divierte y que todos los niños ignoran. Las mujeres encopetadas y de trajes oscuros que salen de la iglesia podrían ser una buena opción, ellas pasan orgullosas con sus escapularios en las manos tratando de ocultar con su fachada de devotas sus secretos más indignos. También podría incluir en mi escrito la escena de Las palomas que se congregan junto a la fuente. Son tantas que debajo de ellas desaparece el frío suelo convirtiéndolo en una mancha gris que se mueve al ritmo de los trozos de pan que una mujer solitaria le arroja.

Son numerosas las posibilidades, demasiados protagonistas, cada uno con sus historias, todas ellas dignas de ser contadas y a la vez de mantenerlas en secreto. ¿Quién sería el afortunado? Lo decidí en un instante de revelación, así que tome convencido la fotografía que sería la inspiración de mi escrito. Al llegar a mi casa me apresure a imprimir la foto que había tomado. Siempre había tenido la costumbre de fijar imágenes junto al computador y mirarlas mientras escribía. Eran como musas, que me inspiraban. Por eso mi último cuento habla sobre un fotógrafo sin historia que con su cámara trata de cazar las historias de otros, para construir la suya propia. Esa tarde en el parque hice por primera vez un autorretrato.