Satisfecha, caminaba entre la gente, esquivando uno que otro papel.
Debía llegar al otro lado de la plaza y trataba de andar rápido, pero era domingo.
Había demasiados niños y demasiados perros.
A lo lejos la música melosa de la calesita la aturdía y el olor del azúcar quemada del pochoclo y las garrapiñadas la tentaban, mientras el vendedor la ofrecía con su voz ronca y desgarbada.
El peso era mucho y la plaza ¡era tan grande! Que para hacer más rápido decidió cruzarla
en diagonal, pero ¡madre mía! No llegaba más…
Un charco de dudosa procedencia la detuvo por unos instantes. Aprovechó para recuperar las fuerzas. Luego apresuró el paso, siempre alerta ante un pelotazo sorpresivo o alguna bicicleta imprevista.
Cuando llegó por fin a la otra esquina, respiró con alivio, miró la estatua de bronce a la que le faltaban los brazos y pensó si habría sido producto de algún vándalo, o de un artista demasiado moderno. En fin, nunca lo sabría. Se encogió de hombros, cruzó la reja, observó el dedo gordo del pie de la estatua donde la erosión del tiempo había producido un pequeño orificio, subió una plataforma y se introdujo en su interior.
Se alegró de haber llegado sana y salva, se secó la transpiración de la frente; dejó la hoja de trébol en un rincón y volvió a salir del hormiguero.