Ni ella ni yo supimos cuando empezó, al principio era normal que se agitara en el sueño, la veía revolverse y cambiar posición una y otra vez. Me limitaba a abrazarla suavemente y acariciarle la cabeza, eso parecía tranquilizarla.
A la mañana siguiente despertaba cansada y sus ojos reflejaban angustia y el brillo extraño de quien –a mi entender- oculta algo.
Pero todo era rutinario, hacíamos el amor con la misma frecuencia y en las mismas horas extrañas, nos acostábamos cada uno con un libro y ella, cada cierto momento comentaba lo feliz que hubiera sido naciendo en época de guerra, especialmente en la segunda. Cuando veíamos en televisión una película de guerra, ella gozaba las desventuras y compromisos de los personajes, mientras yo me centraba en las escenas bélicas. Luego dormíamos en nuestra ancha cama.
Una noche desperté con un ruido como de piedras que se frotan, eran sus dientes y muelas que combatían en el abrazo de su boca. Comencé a acariciarle la nuca y lentamente bajé a sus mandíbulas, intentando que aflojara. Sabía que era bruxismo y que a la larga podía provocarle daños. Por eso me atreví a apretarle la mandíbula hasta que abriera la boca, cosa que, aún dormida, rechazó girando la cabeza repetidas veces. Me dormí con el sonido de piedras en la oreja.
A la agitación en el sueño y el rechinar de dientes, noches después se sumó el combate abrazando almohadas, hacía desaparecer cojines y almohadas bajo la colcha y se revolvía como caimán que sujeta a su presa. A esas alturas, toda nuestra vida nocturna estaba alterada, la sexual transcurría ocasionalmente en las mañanas o tardes en que me dejaba hacerle el amor, pero como si fuera un castigo y donde ya no se desnudaba.
Como al mes, opté por dormir en otra habitación. Ella se negaba a visitar médico y dentista. Cada noche me despedía de ella después del último noticiero en televisión, un beso en la mejilla, mientras levantaba brevemente la vista de su libro. A través de sus lentes divisaba sus pupilas ausentes y ojeras. Ya no leía, pero se mantenía frente al libro con la TV encendida, esquivando por horas el momento de cerrar los ojos.
Desde mi habitación escuchaba la televisión, el rechinar mezclado con bufidos y gritos, palabras que por la distancia no entendía. Así me quedé dormido. Al otro día, le llevé el desayuno temprano y la encontré desnuda en la cama, con la vista perdida y la quijada abierta, su cuerpo lleno de llagas, moretones y quemaduras, ese cuerpo que hacía meses no veía.
El forense dijo que las últimas semanas había sido torturada reiteradamente, que tenía costillas rotas, que había sido abusada sexualmente y que en su brazo le habían tatuado una svástica. Por supuesto que el semen que encontraron era el mío.
Mi abogado me ruega que le diga la verdad para poder defenderme, pero sé que es imposible que me crea. De hecho, aún yo no lo hago.
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