Hoy me puse una chaqueta que había desechado por sentir que no era mía, que me sobraba de ancho o largo, de color o tela, pero seguía colgada en mi closet, protegida.
Me la probé, una vez más, y esta vez la sentí propia, el largo de mangas, la espalda, el cierre de los botones, todo calzaba. Como no soy animista, y la chaqueta en cuestión no había sufrido transformación alguna, entendí que el que había cambiado era yo hasta ajustarme a ella. Luego de agradecer al azar de haber elegido esa chaqueta, trasladé mis llaves e identidad a sus bolsillos, en uno de ellos encontré algo que había guardado o dado por perdido hace tiempo; un encendedor de oro con precioso relieve.
Al igual como cuando hay un apagón y uno ingresa en la habitación a oscuras con el acto reflejo del clic en el interruptor, hice clic en el encendedor y esta vez prendió, iluminándose todo, hacia delante y atrás. Ahí recordé por qué estaba la chaqueta en custodia, y el bolsillo como cofre guardando la chispa. Me miré al espejo con la chaqueta reluciente, exacta para mí, y clic, chispa, luz, llama, fuego e imagen.
Dormí con la chaqueta puesta y el encendedor en la mano, con los ojos cerrados imaginando que con cada clic los años pasaban por mí y la tela, y ambos, seguíamos el mismo proceso de vejez.
Con esa chaqueta quiero vivir, y con ella quiero que me entierren.
El encendedor lo legaré a quien tenga la magia para esperar el momento exacto del clic. |