FIESTA DE CUMPLEAÑOS
Sabe que no es un dios y que es un hombre
que muere con el día. No le importa.
Le importa el duro hierro de los clavos.
Cristo en la cruz
Jorge Luis Borges.
Tomó la pistola y con mano trémula la colocó a la altura de su sien. Su dedo índice jugaba en el centro del gatillo, sólo bastaba oprimir el detonador para acabar con su vida: “Se debe tener muchos huevos para tomar esa decisión”, decía para sí. Retiró el arma y la giró varias veces frente a él, como un juego macabro. Volvió a colocar el artefacto en su rostro, entre ceja y ceja, lo bajó lentamente hasta la altura de su boca, abrió las comisuras de su boca de par en par y lo introdujo hasta el fondo de su garganta, como si fuera a tragarlo de un solo bocado. Su frente estaba aperlada por el sudor y el nerviosismo que le producía la sensación extraña de una muerte próxima o tal vez prematura. Su vida estaba en juego, sólo tenía que decidirse para cumplir con ese deseo largamente acariciado.
Unas fotografías de boda, papeles antiguos y una taza de café humeante reposaban sobre el viejo escritorio que le había regalado su madre como testimonio de la herencia familiar. Al mirar cada objeto, vinieron a su encuentro fragmentos de su vida, las imágenes se agolpaban desordenadamente. Epigmenio de Jesús siempre aspiró a morir a los 33 años como tributo a Jesucristo, aquel hombre que fue la fuente de su inspiración en su primera juventud. No habría después ni mañana. El tiempo había llegado, hoy cumplía esa edad, el fin estaba cerca.
Después de sus cavilaciones llegó a la conclusión de que el arma no era el mejor instrumento para acabar con su vida y tomó el maletín que llevaba consigo, sacó una navaja, la llevó a la yugular y se visualizó bañado en un charco de sangre y se dijo: –No. Así no quiero morir-, y en un impulso irreflexivo aventó la navaja. Otra vez imaginó un desenlace digno para él y recordó las píldoras que llevaba en el bolsillo de su saco, al destapar el frasco se dio cuenta que éstas no eran suficientes por lo que se arriesgaba a pasar el día en un cuarto de hospital, entre sondas y enfermeras que lo reanimarían a continuar su paso por el mundo; sin duda, el viaje sería demasiado largo e inútil, prefirió retroceder en su intento antes que el fracaso.
Pese a los obstáculos, quería lograr su objetivo. Epigmenio de Jesús buscó otra vez y en el fondo del botiquín encontró una soga tan fuerte como un roble, la tomó en sus manos y la llevó al cuello: –Sí, ahora sí he dado con el clavo. Decidido, tomó rumbo dirigiéndose al primer piso para, desde ahí, lanzarse por la ventana de la habitación, sin embargo, por casualidades de la vida, en el pasillo advirtió una sombra que lo obligó a retractarse de la idea pues era muy fácil que alguien descubriera sus oscuras pretensiones.
Con el corazón agitado y estremecido, Epigmenio no sabía cómo resolver la encrucijada, no había muchos caminos. Lloró amargamente y se decía una y otra vez: –¿Qué hacer cuando tengo todo? Yo lo prometí y no quiero llegar más lejos. ¡Señor!, dime cómo lo hago. Mándame una señal, te lo ruego.
Sus pensamientos lo extrajeron del mundo cuando tocaron a la puerta. Estaba tan ensimismado que no escuchó el ruido. Ante la falta de respuesta, Wendy, una pequeñita de cinco años, entró a la habitación y con voz dulce dijo al hombre: –Papi, te estamos esperando para apagar las velitas del pastel. Sólo faltas tú.
Epigmenio saltó de su asiento y con paso firme tomó a la nena, atravesó el umbral y tras el alboroto que reinaba en el salón, se incorporó a la fiesta de cumpleaños. Con lágrimas en los ojos escuchó una melodía dedicada para él: –Feliz cumpleaños a ti… Feliz cumpleaños a ti... Al apagar las 33 velas del pastel y después de aplausos y abrazos de propios y amigos, levantó la vista al cielo, elevó los brazos y con un grito que a todos sorprendió, dijo: -Gracias Señor, ya tengo la respuesta. Mejor espero mi próximo cumpleaños…
Lady López, 2008. |