Aquel lugar que una vez fue todo un hogar de travesuras y aventuras yace ahora desértico, abandonado, triste y gris. Cuando lo visité una oleada de nostalgia y tristeza invadió mi corazón, la verja estaba oxidada, y unos dos candados la sujetaban. Cuando la abrí ya no se oían los ladridos de aquellas tres perritas que siempre nos daban la bienvenida con tanta alegría e ilusión, sin ellas, el ruido se apagó y solo un viento acompañado de revoloteo de alas y pájaros trinando rompen ahora el silencio. Sin ellas, ya nada es como antes, ya no hay esa vida que daban al lugar. Paseé entre aquel malgastado suelo de piedra, varias aceitunas negras aplastadas y sin aplastar, inundaban casi la mayor parte de donde yo pisaba. No supe hacia donde mirar, en cada rincón, en cada esquina, había un recuerdo y toda una historia. Vi aquel tejado donde yo me solía subir a escribir o simplemente a pensar junto a mi perrita cuka, que siempre, iba tras mía. Nos sentábamos allí, en las tejas, y ambas nos sumíamos en aquel espacio intimo y armonioso. Incluso disfrutábamos del cálido sol que nos alumbraba desde arriba, ahora, ya, casi no hay sol en estos días, ahora, el cielo esta encapotado, triste tal como esta este lugar. Miré hacia los arboles y aquellos rincones donde yo subía y bajaba corriendo junto a mi hermana y mi prima, lo llamábamos “ el peligro”, como nos gustaba correrlo, ignorantes, simplemente eramos ignorantes. Bajé mas abajo, y allí, solitario y viejo, estaba aquel árbol donde una cuerda pendía de el, la cuerda que hicieron nuestros abuelos para convertirlo en un columpio, aquel en que nos mecíamos entre risas, por el cual muchas veces peleábamos para que llegase el turno de cada una. Lo toqué y su tacto sigue siendo rudo, fuerte pero húmedo y rasposo, me senté tras varios años sin hacerlo, y noté como mi cuerpo había cambiado, mi cintura ya no cabía apenas entre aquel espacio pequeño donde nos sentábamos para ser columpiadas, no, aquella cinturita ya había desaparecido. Mas allá, entre herramientas y leña, estaba aquella vieja bicicleta, aquella que recorría toda la casa entera, acelerándola con ilusión y carcajadas, aquella por la cual también me costó una buena riña con mi hermana. Ahora, ya una fina capa de polvo la cubre, y las pequeñas marcas de manitas ya se han borrado. Y, por ultimo, vi esos dos montones de tierra que habían a mi frente, una a la derecha, la otra a la izquierda, las tumbas de mis perritas, las visité, estuve un rato sentada, primero con la una, luego con la otra, y les hablé. Les dije que a pesar de todo, yo era feliz porque habían existido y que habían sido las perras mas maravillosas del mundo. No pude evitar llorar, ya no por su muerte, lloraba por los recuerdos, lloraba por que los años habían pasado demasiado rápido, lloraba porque estaba madurando, y porque echaba de menos aquellos días que me las pasaba allí, riendo, comiendo las exquisitas migas de mi abuela junto a mi prima y hermana, bañándonos después en aquella pequeña, redonda e incomoda piscina que solía poner el abuelo con sumo cansancio. Y aquella gran pendiente donde se abre la verja, esa pendiente en la cual, con nuestras bicicletas corríamos cuesta abajo y repetíamos una y otra vez hasta que nos cansábamos. Todo eso ha quedado en el pasado, pero no en el olvido. Y yo aun puedo oír la voces y risas que años antes, llenaba el hogar, nuestro campo, nuestro sitio de diversión. |