“Seis’ tiro’ un ‘beso”, decía el turco y tu viejo le estiraba un arrugado billete de un peso. Y vos, en puntas de pie porque apenas llegabas al mostrador, trabajosamente agarrabas el pesado rifle de aire comprimido. Y apenas si podías colocarte la culata contra el hombro derecho, calzar el dedo en el gatillo y apuntar al león de metal con un disco en el medio que se deslizaba a intervalos regulares en el precario mini-escenario que completaba las vetustas instalaciones de tiro al blanco. Era más fácil usar los rifles del otro lado, el tiro fotográfico, como lo llamaba el turco, donde el impacto de cada perdigón quedaba registrado en una hoja de papel de diario con círculos concéntricos numerados, pero vos preferías los leones, dejarte embargar por la emoción del blanco móvil y flotar en eso que años más adelante te dirán que es adrenalina. “No tirés hasta que no veas al león en la mira”, murmura tu viejo por el costado de la boca que le deja más o menos libre el cigarrillo. Y ya lo estás viendo. Disparás y fallás. Demasiado bajo. Y cuando vuelve a pasar el león te apresurás y volvés a fallar. Esta vez el disparo ni siquiera pasa cerca. Ahora tomás aliento. Tu viejo dice algo, comenta algo con el turco, pero no los oís. El león prosigue su recorrido habitual de izquierda a derecha. Lo dejás pasar una vez y apenas instantes antes de que pase por la mira apretás el gatillo y se oye el rugido del león que más que rugido se parece al aullido asordinado de una ronca sirena. El león se detiene por un segundo y cuando apenas comienza su avergonzado retroceso de derecha a izquierda, lo agarrás justo en la mira y volvés a disparar. Otro rugido, encima del anterior, y otro cambio de dirección. Intentás pegarle ahora que vuelve avanzar de izquierda a derecha pero no llegás, el perdigón apenas roza el metal. Te queda sólo un disparo. Volvés a tomar aliento y dejás pasar al león, una vez, y cuando vuelve volvés a disparar una fracción de segundo antes de tenerlo en la mira y otro rugido más. “Tres en seis… no está nada mal”, dice tu viejo, antes del inevitable abrazo cómplice. Pero vos te quedás pensando en los tiros que fallaste. “La próxima vez”, pensás.
“La próxima vez”, pensás unos cuantos años después al despertarte en la habitación del Hotel Riva Nankai. Y seguís recordando todos los detalles, aunque estás en Osaka y no en Montevideo y en lugar de aquella cédula de identidad con tu foto infantil en blanco y negro, en tu mesa de luz descansa un dudoso pasaporte francés que pronto tendrás que quemar. “¿La próxima vez?”, te preguntás inútilmente, quizá porque te resulta imposible dejar de evocar, aunque sea sólo un par de interminables minutos, aquellos días en que no eras Brahms, y el presente era una especie de borrador de los días por venir.
Eytán Lasca-Szalit © diciembre de 2009
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