(Relato basado en la descripción realizada por el padre Bartolomé de Las Casas en su libro “Historia de las Indias”)
La masacre
Debiste haber permanecido en el tejado del bohío. Has sido muy ingenuo dejándote embaucar por las promesas de ese hombre. El cielo ya había empezado a teñirse de rojo cuando acudiste a la plaza a ver a los hombres barbados venidos de Dios sabe dónde. Te han sorprendido sus extraños vestidos, que les tapaban todo el cuerpo, y su forma de hablar, grosera y ruidosa. Pero lo que más te ha maravillado han sido las descomunales bestias en que algunos venían. De esto último has tardado en darte cuenta: hasta el momento en el que los hombres que iban sentados sobre las bestias se han bajado para coger el pan y el pescado que les habéis ofrecido, hasta ese mismo momento has dudado si no te hallarías en realidad ante unos seres híbridos, mitad hombres y mitad animales. Superado el deslumbramiento inicial, pronto ha quedado patente la arrogancia de los extranjeros. En lugar de mostrarse agradecidos por el recibimiento que les habéis dispensado, han pagado con desprecio vuestra generosidad. Al ver cuan negro era su corazón te has preocupado y has corrido a refugiarte al bohío, desde donde, al cabo de un tiempo, has escuchado con terror unos gritos estremecedores que te han roto el alma. Espada en mano, los invasores descuartizaban a viejos, hombres, mujeres y niños. No ha habido piedad. Has sido el único de los vecinos que acudieron a recibirles que ha quedado con vida. Tu sabiduría te ha hecho percibir el peligro que os acechaba. Pero lo que no has podido ni remotamente imaginar, y lo que ya nunca sabrás, es que estos malditos invasores no albergan ningún odio hacía vosotros (su odio, si acaso, abarca a todos los hombres de estas tierras) y que el único motivo de la matanza ha sido el comprobar el filo de sus espadas.
Morir en paz
Finalmente los extranjeros han entrado en el bohío para continuar con la carnicería. Te has subido al tejado y has logrado esquivar a la muerte de nuevo. Cuando ya parecía que la furia de los intrusos se había apagado, ha aparecido el sacerdote y ha dicho que él estaba al mando y que podíais bajar sin cuidado alguno. Inmediatamente han venido a tu mente las habladurías que corren por la isla, las cuales aseguran que la única misión los sacerdotes es amansar a las poblaciones antes de que actúen los soldados. También aseguran esas habladurías que las cruces que enseñan los sacerdotes a fingir a los hombres en la cara y en el pecho no significan otra cosa que los nudos de las cuerdas con las que serán atados para llevarlos a sacar el oro, el cual es el verdadero dios de los extranjeros. A pesar de estar advertido, después de que lo hicieran los otros que estaban contigo en el techo, tú también has bajado. Nada más poner el pié en el suelo has recibido una cuchillada mortal. Moribundo, has salido del bohío dando tumbos, sin saber qué hacer ni adonde dirigirte. Entonces has visto correr al sacerdote, muy apurado, hacía donde tú estabas. Al principio has creído que su desasosiego era producto del arrepentimiento y que quería pedirte perdón. Lentamente, en la medida en que su escaso conocimiento del idioma se lo permitía, te ha ido diciendo que eras tú el que debías arrepentirte por todos los pecados que habías cometido, para de esa manera poder acceder al paraíso. Más por hacer que se callara que por otra cosa, no le has llevado la contraria en nada. Acto seguido te ha vertido un poco de agua en la frente y se ha tranquilizado. Después tú también has descansado.
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