Plantada frente a ella. Inmóvil. Mirándole.
Se me pasan de forma fugaz por la cabeza todas las cosas que me ancantaría hacer. Son tantas, que sólo consigo bloquearme.
Después de veinte años de amistad, de lejanía cercana los últimos siete, ¿qué se supone que debería hacer o decir?
¿Cómo acompañar en el dolor, la rabia y la enfermedad, cuando no has estado los últimos diez años?
Sólo quería abrazarle profundamente, con calidez. Un abrazo que se sintiese eterno.
Para transmitirle que estaba ahí, sin palabras. Para transmitirle que le quería mucho, que era una injusticia y un asco lo que le estaba pasando.
Y, sobre todo, para que no tuviese miedo.
No lo hice. Por temor a que resultase improcedente y , por temor a que pareciese tremendista. No lo hice.
Ahora, de vuelta, sólo puedo pensar en ese abrazo. Me arrepiento al descubrir que era lo que quería hacer, lo que sentía y que fui una cobarde...
Sin embargo, al repasar mentalmente esas imágenes que nunca sucedieron, me ataca una revelación rastrera.
No era mi amiga la que pedía a gritos ese abrazo. No era la necesidad de mi amiga la que quería cubrir con ese gesto de fusión; era la mía.
No era el miedo de mi amiga el que quería vencer con ese abrazo. Sino, mi propio miedo. |