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Empujó el carro hasta la siguiente esquina y continuó su trabajo maldiciendo entre dientes. Odiaba esas fiestas que solamente significaban más gastos y, sobre todo, mucho más trabajo. Como todos los años se había gastado más de lo que su sueldo recomendaba en lotería y, como todos los años, había vuelto a perder. Jugaba siempre su terminación favorita, en siete y, una vez más, la suerte había caído en un pequeño pueblo manchego del que nunca había oído hablar. Odiaba ver a los nuevos ricos brindando en el bar de la plaza ante las cámaras de la televisión. Pero eso fue ayer. Si hubiera sido él el premiado, ahora no estaría barriendo la maldita porquería a las dos de la mañana de una madrugada desierta en vísperas de Nochebuena. Miró hacia el fondo de la calle atraída su atención por el monótono canturrear de un borracho que llegaba en dirección a él dando tumbos entre los vehículos aparcados a ambos lados de la calle. El hombre parecía feliz a pesar de lo que era. Un puto y jodido mendigo con la cara sucia, las ropas raídas y con una botella de vino casi vacía en la mano. Odiaba a esa gente, pensó. Bueno, a decir verdad, odiaba a todo el mundo. Odiaba a sus padres, a su mujer y a sus hijos que solamente sabían comer dormir y cagar. El borracho ya estaba a su lado y sonrió mientras levantaba la botella en un ridículo brindis. “¡Salud colega, y Feliz Navidad!”-, dijo con la voz pastosa por el alcohol. “Yo no soy el colega de ningún hijoputa borracho”, le contestó él mientras apoyaba una mano en el escobón y la otra en el carro de las basuras. Su actitud, inequívocamente retadora en ademán de interrumpir el paso al borracho. El otro le miró seriamente. “No hay problema, colega, ya me abro por la otra calle”.
- ¡Te he dicho que no soy el colega de ningún hijoputa borracho!, -le contestó, mientras dejaba caer el enorme cepillo al suelo.
- Oye, que no quiero problemas. Estamos en Navidad y…
- ¡Me cago en la puta Navidad! ¡Me cago en tus muertos y me cago en ti!

Pegó un empujón al hombre que dejó caer la botella al suelo.
¡Imbécil! ¡Mira esa botella rota! ¡Borracho de mierda! Vas a recoger esos cristales si no quieres que te rompa el alma.
Yo… lo siento. Me empujaste y… No pasa nada, colega, déjame la escoba que yo te ayudo…
¡Te dije que no soy tu colega. La ira se le había desbordado. Golpeó con furia al borracho en la cara que cayó sobre la mezcla de vino y cristales rotos. ¡Te he dicho que no soy el puto colega de ningún puto borracho, -continuó mientras pateaba el cuerpo del hombre que, encogido en el suelo trataba inútilmente de protegerse de los golpes de su agresor. Luego se cansó cuando el hombre dejó de moverse dejándole tirado en medio de la calle. No había testigos y si ese gilipollas moría, le habría hecho un favor. Mañana la prensa dirá que un mendigo ha sido atacado por una banda de rapados. No le importaba. Recogió el escobón y empujó el carro sin detenerse ni mirar atrás hasta cruzar dos calles y entrar por la tercera a unos cientos de metros donde había tenido lugar la pelea. Después oyó unas sirenas, policía o ambulancia, que anunciaban que ya habría sido encontrado el infeliz. Le daba igual. A él todavía le quedaban algunas calles por barrer y era poco probable que el inspector de limpiezas pasase aquella noche por allí. Un barrio de las afueras lejos del centro. Sin tiendas, turistas ni luces de colores. Eran poco más de las tres de la mañana y a las cuatro terminaba su turno. El tiempo justo para barrer esa calle y dirigirse con sus cubos hasta el camión que le esperaría unas calles más abajo. Siguió con el barrido ignorando la suciedad que quedaba entre los coches aparcados. Escuchando el monótono “ris-ras” de su cepillo al pasar sobre el asfaltado de la vía tenuemente iluminada por la luz de una luna llena que se destacaba sobre el cielo. Entonces fue cuando su atención volvió a alejarse del maldito ris-ras. Una pequeña figurilla, de esas de los belenes, destacaba con nitidez en medio de la suciedad arrastrada por las cerdas de su escobón. Se agachó para mirarla más de cerca. Efectivamente, una figurita de terracota que representaba una vieja barriendo. Incluso él se percató de que su estilo no era el habitual. A pesar de su tamaño, no mayor que la palma de una mano, sus detalles destacaban por su perfección. Las manos huesudas empuñando el palo, sus ropas negras y el mandil blanco, su pelo cano enmarcando una cara sucia, con la boca entreabierta dejando asomar unos pequeñísimos dientes. Pero lo que más llamó su atención fue la profundidad de su mirada. El artista no se había limitado a pintar los ojos sobre la cara. Había incrustado dos pequeñas piezas de nácar a las que había adherido dos minúsculas motas de algo que podría ser ébano. De esta manera los ojos de la vieja barrendera parecían tener vida propia. Mientras la miraba, a la luz de la luna llena, hubiera jurado que la vieja le sonreía. Conocía a un anticuario en la zona de Lavapiés, cerca del rastro, que en alguna ocasión le había dicho que si encontraba alguna cosa que pudiera considerar de valor entre las basuras, no dudase en enseñársela. Él se la tasaría y es probable que ganase algún dinero. En dos ocasiones le había llevado unos viejos muebles pero carecían de valor. De todas formas, había recibido un par de billetes por la molestia. En esta ocasión parecía distinto pues la pequeña figurilla era, evidentemente valiosa. Se la metió en un bolsillo. Quizás el viejo no estuviera en la tienda mañana pero, después de Navidad iría a verle con su pequeño tesoro.
Estuvo puntual como siempre, para cuando llegase el gigantesco camión que recopilaba los cubos repletos de tierra, papeles y vidrios. Saludó al conductor sin prestarle apenas atención. “Ha habido jaleo en la zona. Un borracho ha sido apaleado y muerto por los rapados. Una paliza brutal”, le dijo. “No te enteraste de nada? ,-continuó-, fue en tu zona...” Él se limitó a responder con un “estaría barriendo otra calle”. Luego encogió los hombros en ademán de indiferencia y se calló. El conductor arrancó el vehículo que se perdió en la oscuridad de la noche.
Llegó a casa casi a las seis de la mañana. Al abrir la puerta, como siempre, la luz de la cocina estaba ya encendida. Su mujer le preparaba una cena caliente antes de acostarse y de partir a su trabajo como dependienta en unos grandes almacenes. Ella le miró en un intento de encontrar la palabra amable que hacía años había perdido. “Cariño, ayer los niños colocaron el Belén y esperaban que les pusieras hoy las luces. Están muy ilusionados. Ya lo tienen todo colocado y…
Él no hizo caso de la conversación. “Mierda para el Belén, mierda para los niños y mierda para ti”, contestó mientras engullía un pedazo de chorizo frito. Déjame en paz con tus belenes y ya le puedes decir a los mocosos que se estén callados. Tengo sueño y quiero dormir…
- Les iba a llevar a casa de mi madre, replicó ella sin ganas de una discusión que podría terminar a bofetadas. Cenaremos allí esta noche, continuó. Si quieres te voy a buscar cuando salgas…
- No quiero nada. Solamente quiero dormir sin que me molestes. Vete a donde te de la gana…
Ella no replicó. Rápidamente limpió y recogió los platos mientras él se dirigía a la habitación. Pasó al baño y se quitó los pantalones antes de orinar. También se quitó la camisa y la chaqueta de su mono de trabajo que dejó tirada junto a la bañera. Entonces recordó la pequeña figura que había encontrado aquella noche. Continuaba en el bolsillo de su pantalón. A la luz de las bombillas la mirada de la vieja parecía todavía más real. Se dirigió a la habitación. Encima de la mesilla estaba toda la tira de boletos del sorteo de Navidad. En caso de haber sido premiado hubiera ganado dos millones de euros que le hubieran permitido vivir sin trabajar el resto de su vida. Colocó la figura sobre los billetes. Bajó la persiana casi del todo hasta que solamente un rayo de luz de luna penetró a través de los cristales iluminando la vieja barrendera haciendo que su figura alargada se proyectase sobre los inservibles boletos de lotería. Un minuto después dormía con la mirada de la vieja entremezclándose con sus sueños.

No supo cuanto tiempo había pasado pero se despertó con el ris-ras del cepillo resonándole en sus oídos. Miró hacia la ventana. Por la luz que entraba supo que ya era completamente de día. Se frotó los ojos para desperezarse pero el maldito ris-ras no desapareció. Lo escuchaba nítidamente, como si el cepillo estuviera allí mismo barriendo la calle. Miró alrededor y la habitación estaba desierta. Notó una extraña calma solamente interrumpida por el ruido del cepillo. Pero allí no había nadie. El sonido parecía proceder de la mesilla. Miró en esa dirección y su sangre pareció helársele en las venas. La figura de la vieja había adquirido vida propia y estaba barriendo la superficie de los billetes no premiados. Pensó que seguía dormido. Se levantó y encendió la radio que en esos momentos emitía un popular villancico. La vieja, indiferente a todo, continuaba su barrer incesante y de pronto supo que no era un sueño. El milagro se estaba produciendo. Cada vez que la vieja pasaba la escoba por los números impresos de los billetes, la tinta de éstos parecía disolverse, transformando cada billete que barría, en un número distinto. Lo identificó de inmediato. Era el que la suerte había querido que resultase agraciado con el premio mayor de aquel año. Volvió a mirar, hipnotizado, el barrer de la vieja, el monótono y repetitivo ris-ras que modificaba cada billete inútil en un billete lleno de valor. La vieja ya había cambiado nueve billetes y estaba barriendo el último. Él, sentado sobre la cama, la dejaba hacer. Cuando ella finalizó volvió a la misma posición inerte en la que la había encontrado. Acercó la mano temblorosa a los billetes de lotería. Estaba claro que el número había cambiado y que el nuevo billete transformado por la escoba de la vieja estaba premiado. Premiado con dos millones de euros. Levantó la figurita con cuidado. Todavía no esta seguro de que todo hubiera sido un sueño. Con la figura en la mano se dirigió hacia la ventana para abrirla. Subió la persiana y la luz del sol de invierno inundó la habitación. Sintió el aire frío sobre su cuerpo pero la sensación de vida le resultó agradable. El ruido de la calle era evidente. Bajaría de inmediato al banco e ingresaría el premio. No quería que nada pasase. Se sentó sobre el borde de la cama para empezar a vestirse. Todavía tenía la figura entre sus dedos. Miró los ojos brillantes. “Buen trabajo, vieja”, musitó entre dientes. Fue entonces cuando la figura volvió a moverse entres sus dedos. “Mi trabajo, mi trabajo, todavía no está terminado”. La figurita pronunció estas palabras mientras caía al suelo. Él se echó hacia atrás y sus manos aferraron la almohada. Sus ojos se desorbitaron cuando vieron que la vieja se levantaba del suelo y saltaba hacia su cuerpo. Fue como si le hubiera golpeado un mazo que le derribara sobre la cama. Cayó hacia atrás y la figura se colocó encima de él mientras una carcajada helada retumbaba en sus oídos llegando hasta lo más profundo de su cabeza. Intentó levantarse pero el peso de la barrendera se lo impedía. Quiso quitarse la figura de encima pero al agarrarla su mano se retiró como si su atacante estuviera hecha de ardiente plomo fundido. La vieja empezó a barrer sobre su pecho y volvió a sonar el maldito ris-ras. Gritó una, dos veces y su voz sonó apagada. Supo que nadie le oiría. La vieja seguía barriendo: ¡Ris-ras, ris-ras! Justo sobre su corazón. Entonces comprendió. La maldita bruja, con su escoba le estaba barriendo la sangre de las venas y, supo que iba a morir...

- Infarto de miocardio, lo siento, dijo el doctor responsable del servicio de urgencias. Debió ser esta mañana, a eso de las doce pero la autopsia lo confirmará. Señora, lo siento, repitió. Si puedo hacer algo por usted…
- No lo sienta. Era una bestia que nos maltrataba. No soltaré ni una lágrima por él. Para nosotros ha sido un alivio.
El médico se encogió de hombros sin saber qué decir. Pocas veces había recibido una respuesta tan sincera, tan llena de liberación. Recogió su maletín mientras que el juez de guardia levantaba acta de la defunción. Se sentó en una silla junto a la mesilla de noche. Su mirada se desvió hacia ésta y hacia los billetes que en ella estaban. No estaba seguro pero ese número le resultaba demasiado familiar.
Señora, tiene usted aquí unos billetes de lotería. ¿Los ha comprobado?
No, no los he mirado. Mi marido era muy aficionado al juego. Pero… ¿Qué está mirando?
Nada, contestó él. Esa figurita. Parece sacada de un Nacimiento. ¿Me permite que la coja? Es terracota pero está muy bien elaborada. Tiene una mirada extraña que parece darle vida. Es un hombre. Un borracho, diría yo. En sus manos parece llevar una botella de vino…


Texto agregado el 23-12-2009, y leído por 352 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
08-07-2013 Alucinante. Un engendro diabólico sacado de La Dimensión Desconocida. Odio las moralejas, el malvado recibe el castigo, que se le hace. Saludos! dromedario81
21-06-2010 Que bueno ha sido visitarte y leerte. ***** arethusa
28-05-2010 Cuantos mensajes se repiten de moralejas, como ejemplos de vida,¿ porque será?, será porque muchos arrogantes, pedantes y soberbios, aun no entienden que nada eres sin humildad y respeto, ¡disfruta lo que tienes! y respeta al prójimo, solo eso. bastará para ser feliz. muy lindo mi voto 5* y un abrazo gordinflon
25-05-2010 Tre- men - do!!! pianitso
21-05-2010 Excelente relato, Poirot...***** susana-del-rosal
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