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Noche santiaguina. Sombras plagadas de tipos sospechosos y perros vagabundos que salen a voltear bolsas y tarros de basura en una sistemática búsqueda de restos de alimentos. Quiltro, el perro sin nombre, es uno de esos tantos animalitos errabundos, mansos y sucios, quizás un poco parecidos a sus similes humanos que transitan por las calles con los ojos perdidos en un pasado en tinieblas. La diferencia está en que los hombres piden una moneda para atragantarse luego con un vaso de vino barato, Quiltro se conforma con encontrar un pedazo de hueso ya roído en cualquiera bolsa repleta de desperdicios. La noche es tibia, amenaza con dejarse caer un aguacero que obligará a los vagabundos a guarecerse bajo los aleros de las viviendas abandonadas o en sus precarias chozas construidas con pedazos de cartón.
El destino, ese trozo de película cotidiana que se nos va entregando al compás de los segundos, de los minutos y de las horas, esa trama inédita que nos coloca en los más diversos escenarios, ahora se complace en señalar a Quiltro como protagonista y víctima propiciatoria a la vez. Acuciado por sus tripas sonoras, el perro fisgonea en cuanto lugar supone que va a encontrar algo para roer. Y es tanto su afán y tan fija esa idea que no repara en otra cosa, a tal extremo que cuando cruza la calle humedecida por las primeras gotas de esa lluvia que pronto se desencadenará, un camión que aparece de pronto, lo atropella y el sonido que se produce es muy parecido al de una bolsa de plástico inflada que alguien revienta con sus palmas. Quiltro boquea en la noche solitaria, son unos cuantos espasmos y luego nada. No hay oraciones por su hipotética alma ni remordimiento alguno en quien lo atropelló. Más tarde, un ser caritativo apartará el cadáver de la vía y lo dejará en la berma. Es lo más solidario que se puede hacer.
Esa mañana, la lluvia ha amainado. Otro perro vagabundo aparece de pronto por el recodo de una esquina. Ha husmeado desde temprano sin encontrar ni siquiera una migaja de pan duro para darle trabajo a sus fauces. Sus ojos tristes reparan de pronto en un bulto mojado que yace en la orilla de la calzada. Se aproxima con sus pasos cautelosos y lo huele. Parece ser su amigo Quiltro, ese perro meditabundo que suele aislarse de los demás y que sólo se pliega al grupo cuando aparece una apetitosa hembra en leva. Parece dormir profundamente, sus crenchas mojadas le dan feo aspecto. El advenedizo can le huele y lo trata de reanimar con su hocico pero es en vano. En ese instante pasa una señora con un bolso repleto de verduras y carne. El perro se olvida de su amigo inanimado y sale en pos de aquella dama que parece tener cara de generosa. Más tarde regresará junto a Quiltro y hasta es posible que juntos salgan a mover sus patas por las calles mojadas, recorran la feria municipal en busca de desperdicios o por último encuentren alguna buena perra que les brinde un poco de placer…
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Texto agregado el 16-06-2004, y leído por 725
visitantes. (6 votos)
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Lectores Opinan |
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17-06-2004 |
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Quiltro y los perros vagabundos; y las personas vagando por la ciudad sin rumbo. Magnífica historia! Un abrazo shou |
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17-06-2004 |
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Mientras el resto dormimos calentitos y con la dignidad tranquila ¿Verdad?. Excelente texto, escrito con tu característica pluma!. Un beso. maravillas |
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16-06-2004 |
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Con un lenguaje rico Gui, nos cuentas la vida de un perro , que no se diferenmcia en nada de algunos humanos. La vida de un perro y la de un humano en un ambiente urbano, lleno de ladrillos yc mento, vive tratando de resolver las necesidades. algunos eligieron ser vagabundos, pero, en sumayoría son el producto de una sociedad poco equitativa.
un abrazo
ruben sendero |
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16-06-2004 |
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Me ha gustado, quizás en el último párrafo no quede muy claro el narrador, pero bueno, triste pero bueno. sergioremed |
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16-06-2004 |
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guaus, guaus, la verdad del quiltro, se me vino a la mente una imagén que ví hoy. Un muchacho joven, inmundo, ropa ajada y peleando con unos quiltros por el mismo basurero, con rabia y a mordiscos. Vida mísera, vida de perros. Por lo menos los canes no conocen la dignidad, el muchacho la perdió. anemona |
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