Walín llegó a sus vidas una tarde de invierno. Sus padres humanos lo compraron en la tienda de animales que había al lado de casa. En principio les dijeron que era un hámster chino, pero resultó que era un hámster enano siberiano. Su padre quería que se llamara como él, Walas, pero Nekari, su madre, observó no sin razón, que era demasiado pequeño para llamarse así, por lo que se quedó en Walín.
Lo instalaron en una jaula en el comedor, con su bebedero, juguetes y algodón para que se hiciera su propio edredón. Así transcurrieron los primeros días, sacándolo de vez en cuando para que se acostumbrara al contacto humano y no mordiera. Como su madre trabajaba fuera entre semana, su padre pasaba mucho tiempo con él.
Un día su padre comentó que a veces el Walín le miraba desde la jaula, con sus maninos en los barrotes, reclamándole la libertad. Su madre decía que eso no podía ser, que se le podía sacar de vez en cuando para que jugara. Esa idea le pareció muy bien a su padre, que a veces lo dejaba suelto al irse a trabajar, y luego, de regreso, lo devolvía a su jaula.
Ocurrió un día que al regresar del trabajo, su padre vio que Walín no estaba en la jaula, y su cama de algodón tampoco. Lo buscó por el comedor y lo encontró dormido y arropado en una esquina detrás del sofá. Le había gustado el sitio y se había llevado el algodón por todo el comedor para instalarse allí. A su padre le hizo tanta gracia que decidió dejarle ahí. Cuando volvió su madre, tuvo que admitir que con su empeño el Walín se había ganado la libertad. Sólo habría que ir con cuidado para que no hubiese ningún accidente fatal.
De esta manera, Walín fue desarrollando su inteligencia y habilidad, llegando a comportarse como un perrillo en miniatura. Respondía a su nombre cuando se le llamaba, e incluso salía a pedir comida cuando sus padres estaban comiendo. Se colocaba al lado del pie y esperaba. Si no se le hacía caso, entonces se subía al pie. Y si se le seguía ignorando, con descaro trepaba por la pierna hasta la rodilla para reclamar su parte: un spaghetti, un poco de tortilla de patatas, todo un gourmet en miniatura.
Por supuesto también hacía sus travesuras, como el día que su padre no lo encontraba por ningún sitio, y el corazón le dio un vuelco de pensar que a lo mejor en un descuido se había escapado por la puerta de la calle. Se quedó esperando en el comedor, ya que si Walín estaba en casa, tarde o temprano tendría que ir a la jaula a por comida. Y por fin, a las 3 de la mañana, su padre oyó movimiento en la jaula, y ahí estaba Walín, llenándose los carrillos con toda la comida que pudiera para llevársela. Su padre cerró rápidamente la jaula y le dijo que ya hablarían mañana, que ahora estaba muy cansado. Al día siguiente, al abrir la jaula, esperó a ver donde iba el granujilla, y resultó que se escondía en un hueco de un dedo de ancho entre la lavadora y la pared. Así que hubo que sellar el escondite con trapos.
En otra ocasión, Walín hizo de nuevo de Houdini, y se descubrió que había hecho un agujero por debajo del sofá y se había metido dentro, por lo que sus padres tuvieron que poner una malla metálica para evitar que hiciera más destrozos.
Walín corrió muchas otras aventuras con sus padres hasta que un día recibió una invitación para ir a Villa Ratón, donde sólo los elegidos por su destreza y habilidad pueden ir para divertir a niños y mayores, y donde dicen que nunca les falta el queso. Sus padres le enterraron con honores en un parque cercano. Después hubo otros walines, pero nunca fue lo mismo que con Walín I.
¿Cómo alguien tan pequeño pudo dejar un hueco tan grande?
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