Nadie sabe por qué, o ya todos lo olvidaron, pero a sus más de setenticinco años Don Humberto no tiene hijos y nunca se ha casado.
Es curioso pensar que ese maya de piel blanca pero quemada por el sol de su pueblo, Sitpach, de ojos verdes quizás de viejo, estudiado y simpático, conocedor de bestias humanas y animales, haya vivido todos estos años solo.
“Tenga cuidado doña, con las serpientes, sobre todo en septiembre”, era del tipo de consejos de vida que le daba a mi madre, cuando aún se dedicaba a la tierra y no a los placeres efímeros de los helados, los mejores del pueblo. “Si no tiene un machete a mano, use un palo largo, porque si es corto corre el riesgo de que la culebra sea de las que se voltean, y la muerda.”
Don Humberto, o Arroz, como le llaman los suyos, muy a su pesar, cuenta que en su juventud fue reportero para un diario local.
Sus sobrinos y sobrinos nietos ni siquiera lo saben. Lo toman por loco ignorante, aunque lo quieren mucho, nunca hablan con él de cosas importantes, como por dónde saldrá el sol mañana, o el auge y la decadencia de la producción henequenera, de las que Don Humberto tiene muy buen conocimiento de primera mano: “Aquí donde vive, Don Camilo...”, así me llama por la maldita costumbre esclavista de las haciendas. “No Don Humberto, el Don es usted. Yo apenas comienzo a entender la vida” le digo, “usted ya es un experto.” Pero él sólo ilumina su cara llena de vida con una sonrisa y sigue: “Aquí donde vive, Don Camilo, se extendían los henequenes hasta donde alcanzaba la vista. Después, hace poco, menos de treinta años, ...nada...nada. Volvió a crecer el monte.”
Don Humberto fue mi primer maestro de maya. “No tiene que pagarme nada, Don Camilo; con que aprenda algo es más que suficiente para mí” me dijo la primera clase de muchas que me vino a dar a mi casa.
Le gustó mucho el mole; al menos eso dijo cuando regresó la ollita de aluminio que mi mamá le dio llena de mole negro hecho por ella, con buena ayuda de Doña María. Se lo llevó para comerlo con Don Benito, su inseparable hermano mayor que aún trabaja el campo. Y nunca lo había probado no porque nunca hubiera salido de su hermoso pueblo plano, como todos los de Yucatán, o casi todos; porque sí salió cuando era más joven. Cuenta que alguna vez se fue pal otro lado a trabajar el campo, pero no de mojado, sino en la época en que México exportaba campesinos de manera legal. Con Don Benito se fue y volvió. Así que si no conocía el mole negro era sólo porque la vida le guardó ese milagro como regalo para sus setenticinco anios. Yo no habría llegado a los teintiséis sin mole negro.
Con los pies de piel de rinoceronte de Don Humberto, usar zapatos no es cosa fácil. Así que él se elabora sus huaraches de suela de llanta y mecate del más fino henequén, hábilmente anudado alrededor del pie.
Su caminar es lento, pero para distancias largas su triciclo es el mejor caballo.
Los días de juego o de mucho calor, Don Humberto hace su agosto: estaciona su triciclo a la orilla del parque central de Sitpach o del diamante de beisbol los domingos y disfruta de los últimos sucesos del pueblo, del partido y de las ganancias de la venta de sus helados, los mejores del pueblo. “¿Por qué vende helados, Don Humberto?” le preguntó un día mi mamá. “¡Ay Doña Liber! Un dia pensé qué podía hacer para no trabajar ya tanto, y estar con la gente. Y pues con el calor que hace acá siempre se me ocurrió: ¡Mare! Voa vender sorbetes.”
Un buen día de septiembre, mi madre se encuentra con una víbora de esas que se voltean, justo afuera de la puerta. Coge un palo largo y tragándose los nervios le da de golpes en la cabeza hasta matarla.
A Don Humberto ya lo quería yo mucho, más que a nadie más del pueblo, el pueblo que me adoptó como propio.
Mi madre está viva. Ahora lo quiero más. |