Roque
Roque, tan cercano al mundo animal, siempre en soledad pero sobrado de paisajes, convencido de su incapacidad para vivir con sus semejantes, se había confeccionado su familia adoptiva, compuesta por varias ovejas, todas cojas y viejas, dos perros tan tristes como su pariente. Los canes escuálidos, sumisos, con poca suerte, cuestionaban las andanzas y labores de su amo con silencios, entre gemidos expresaban el insoportable olor de Roque y de sus guisos. Las comidas eran a base de ingredientes que rozaban la fecha de carolo, su lamentable olla no aceptaba nada que fuera fresco y comestible al ojo, todo tenía que ser carroña añeja, suerte de Roque que cocinaba poco, luego poco comía, aún así loado su estomago porque reinará en este mundo, no por inteligencia sino por resistencia. Los perros guardianes de las ovejas eran tan viejos como Roque, pasaban estados de inapetencia y más tarde de hambre, rechazaban el sustento del lar y preferían buscar entre la poca basura que genera una aldea que le falta de todo y le sobran piedras.
Un 29 de Febrero gélido y espeso por la niebla, noche de 24 horas, cayó agua-nieve durante todo el día, Roque pudo observar con cierta inquietud como la delicada trama de madera y escoba que valía de techumbre en época estival sucumbía, y este culo de otro mundo y cabeza en otra parte, decide encender una gran pira, sus fogatas daban calor, gozo, y compañía. Esa noche, su gran fuego tenía otra pretensión y propósito, la de secar sus mantas, la lluvia las había dejado pesadas; las chinches nadaban con furia entre ellas. Las garrapatas, ladillas y todos los primos de estas especies lo abandonaban, ya ni las barbas de Roque eran un sitio agradable para vivir, estaba todo tan mojado que la falta de higiene de este hombre y su morada, aumentaban de forma superlativa, todo el suelo se lleno de barro, paja llena de orines y excrementos de oveja, todo se misturó haciendo una morada fétida, las latas oxidadas de sardinas flotaban formando una regata espectacular, se llegaron a contar más de 300 embarcaciones, por supuesto, todas habían sido ingeridas traspasado los 6 años de caducidad como mínimo. -Las sardinas en lata son buenas para la salud- , oyó decir a un comprador de cuero y vendedor de consejos, y Roque tan obediente se apresuró a cambiar una de sus ovejas por un saco lleno de esta conserva tan querida y unida a la necesidad. La condición, todas las latas deberían tener solera.
Compartió con toda su familia la hoguera situada en una esquina de la cuadra llena de paja seca, donde la lluvia menos generosa daba pequeñas treguas, de cuclillas empezó a recordar su único amor, una joven campesina que le ofreció un futuro compartido, pero la cabeza de Roque no era humana, y prefirió quedarse en soledad por la sierra agreste de montesinho. Los recuerdos vagos de tiempos pasados, dibujaron a través de su barba una sonrisa triste, con cierta plenitud contemplaba como las ovejas formaban un corro alrededor de él.
Con la calidez de las llamas, este alma de cántaro acoge con sumo placer a Morfeo , las calamidades que jamás abandonaron a Roque, hacen que su cabaña-cuadra donde todos duermen incluido el señor de la modorra, comience a arder, fue visto y resuelta la tragedia. Solo sus perros y él pudieron salir de aquella corriza llena de llamas, humo, paja quemada y llanto ovejuno. Sus 26 ovejas quedaron asadas y listas para servir.
En esta ocasión no hubo ladridos, los perros ahora mudos ya no tendrían trabajo, miraron al superviviente con la barba chamuscada y luego a las ovejas que yacían por el suelo embarradas y llenas de tizne; la desolación era tremenda, estos parientes de Roque con lágrimas en los ojos se alejaron del lugar y ya no volverían jamás junto a él.
Roque maldijo su existencia, fue breve su enfado, de nuevo llegó la resignación, paciencia y acatamiento, sinónimos que reflejan un pilar fundamental en un buen cristiano, y esto fue lo que le pidió la virgen de Nuestra Señora de la Sierra, cuando se le apareció entre las peñas camino del rio, cerca a la ermita de San Roque.
En ese encuentro místico, la voz de su locura o quién sabe, le tranquilizó, le envolvió en una aureola de sosiego al verse protegido. -De ahora en adelante, serás un buen cristiano, rezarás lejos de la iglesia para no ahuyentar a beatas con buen olfato y todos los infortunios que el destino te depare, serán velados por mí.- Estas palabras fueron dichas y escuchadas entre dos, no hubo tres para aprobar o negar lo acontecido.
Roque en pocas y breves ocasiones tomaba baño en el río, se acercaba al pueblo en compañía de su perro seguro de no contaminar a nadie de sus miserias y rodeado de un par de copitos de vino, relataba aquella visión fantástica, quizás onírica, creíble o no, daba igual. Los vecinos de la aldea poco dados a porfiar en asuntos religiosos necesitados de milagros, invitan al nuevo San Roque a más copitos de vino. Querían imaginarse el encuentro, necesitaban creer lo acontecido a este hombre, mitad bestia, mitad santo.
Con la resignación vino la reflexión, enterró alguna de sus ovejas y decidió comerse al resto, comería carne durante varias semanas, incluso meses. Después de un tiempo las ovejas olían a leguas y nunca se vio tan querido por los buitres que le hacían largas visitas, sacaba de una pequeña cueva su porción diaria, Entre sus enseres había una lata oxidada que en su día fue de pintura, era una buena olla para cocinar, la llenaba de agua y cuando comenzaba a hervir introducía grandes trozos de chicha, con la ebullición los pequeños bichos que moraban la carne de oveja se desprendían de ella y flotaban en el agua, Roque ávidamente retiraba los gusanos con una cuchara de madera.
Fue este su menú durante muchos días. A la hora de comer, su fiel familia, ya solo un viejo mastín lleno de abandono venido de Sanabria, huía despavorido del olor nauseabundo que reinaba en aquel trocito de Corripio librado de las llamas, donde Roque comía, dormía y mascullaba entre rezos, con su característico rictus, una mezcla de leve sonrisa y mueca de estupor al verse rodeado de ángeles.
Después de 74 inviernos de aire crudo por la sierra de Montesinho, Roque seguía encontrándose esporádicamente con algún lugareño, en estos breves encuentros, siempre había consejos por parte de aquellos que no entendían su forma de vida, su despedida iba precedida de sonrisa triste, en la que asomaba con miedo una encía tan poco poblada como la aldea más cercana. Se alejaba arrastrando su manta deshilachada llena de hojas de jara y romero, sumiso con la tierra, y como siempre, después de estos encuentros, reconfortado de no llevar una vida como la de los demás vecinos de la aldea perdida de Grijó de Parada.
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