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I

La noche en que Walter Bruckner descubrió que era inmortal no pudo pegar ojo. Es por eso que podemos verlo paseando por las solitarias calles de su tranquila ciudad, andando un tanto encorvado, protegiéndose de la fría humedad que emana el asfalto recién llovido. Apenas hay nadie paseando, hace un rato las tiendas cerraron y allí la gente no es de salir por las noches, al menos en un día entre semana. Todos deben estar en casa, en cenas familiares, entre amigos, o simplemente como Bruckner hace un momento, viendo la televisión. En realidad, Walter Bruckner no busca nada, no sabe muy bien dónde ir, tan sólo vagabundea. Trata de refrescarse las ideas, entender qué es lo que le acaba de suceder. Y trata también de evitar estar en casa. Quizá un frío paseo le ayude a quitar ese temor, ese miedo que se le ha instalado en el cuerpo. Un miedo que él mismo califica de irracional. Pero, claro, todos sabemos que ésos, los miedos irracionales, son los peores, que se enganchan al alma cual chapapote en las rocas de la playa.

Y eso que hace tan sólo un rato nada vaticinaba lo que sucedería. Nuestro protagonista, un hombre de 43 años, divorciado hace cuatro tras un matrimonio sin hijos y fracasado en todos los sentidos, se hallaba sentado en el sofá haciendo zapping con cierta desgana. No había ningún programa en televisión que le enganchara especialmente, aunque, a decir verdad, tampoco lo buscaba. Tan sólo rellenaba el hueco ese que hay entre la cena y la hora de irse a dormir acompañado de su libro. Cuando, de pronto, sucedió todo.

En su iluminado comedor, en medio de su silenciosa soledad, entre los sonidos chillones del televisor, Walter Bruckner pudo oír una voz femenina que le susurraba al oído: “Eres inmortal”.

Bruckner dio un bote hacia su lado izquierdo, porque era de ahí de donde provenía la voz. No había nadie. Se le erizaron todos los vellos y un frío calambre le recorrió la columna vertebral hasta detenerse en la nuca, rígida y helada. No podía estar soñando, había alguien ahí, alguien que le había dicho algo, Eres inmortal, nada menos. En estado de tensión, Bruckner abrió los ojos como platos, tenía que haberse colado alguien en su casa, de eso estaba seguro. No era sólo la voz, es que había notado el aliento en su oreja... ¿Qué clase de broma era esta?

Apagó el televisor y, armado con el mando a distancia, recorrió todas las habitaciones con el corazón latiéndole a mil por hora. Pero no. No había nadie. Perplejo, pensó que había sido una mala jugada de su imaginación. Pero en su interior sabía que no, que esa voz que había oído era cierta, realmente había existido. Fue entonces cuando decidió salir a dar una vuelta, cuando quiso alejarse de casa. Porque su hogar se tiñó de un color ocre, amenazante, como si tras cada esquina, agazapada tras cualquier mueble, se encontrara escondida la amenaza. Estaba allí, sí, algo había allí.


Es por eso por lo que encontramos a Bruckner en la calle a unas horas que, sin ser ni mucho menos intempestivas, sí eran impropias en nuestro protagonista. Una hora después de su huida, decidió meterse en un pub. El local le pareció acogedor, con aquella puerta de madera, aunque nada más entrar, la poca luz, los menos clientes y la música que sonaba a escondidas, casi lograron hacerle arrepentirse. Y aunque nadie le estaba mirando, se sintió cohibido y le dio vergüenza volver a salir. Así que tratando de molestar lo menos posible, se sentó en la barra y pidió disculpándose una cerveza. De pronto recordó aquel local. Hacía ya más de dos años que pasó por aquí, cuando un compañero de la oficina le convenció de que debían tomar una copa, “¡Que todos los días no se cumplen años, Walter!”. Aquella noche logró encadenar unas cuatro frases seguidas, dos cervezas y una sonrisa tímida. Recordó despedirse en murmullos y recordó también un cierto fastidio en la mirada de su compañero, frustrado por no haber logrado que Bruckner se desmelenase un poco en el día de su aniversario. Se sintió un tanto culpable porque, al fin y al cabo, nadie se había tomado tantas molestias por celebrar nada con él, pero se le pasó en cuanto llegó a casa y, tras cepillarse concienzudamente los dientes, se acostó en su amplia cama acompañado de la última adquisición de su biblioteca.

Despertó de estos pensamientos cuando el camarero le sirvió la cerveza, consumición que se apresuró a pagar para poder marcharse sin tener que despedirse, una de las cosas que más odia Walter Bruckner en esta vida. A su lado se acercó un tipo rubicundo, de aliento dulzón, ojos enrojecidos y hablar espeso. Comenzó una conversación a la que respondió con algún que otro movimiento de cabeza y un protocolario Ajá mientras daba sorbitos de su jarra. Al instante, deseó estar en casa. Entonces, recordó la voz. Eres inmortal. Y se sintió acorralado, mezclado con un sentimiento que debía ser tristeza, aunque no sabía muy cómo definir.

No se hagan ilusiones, no duró mucho más la estancia de Walter en el pub. Acabó la cerveza y, aprovechando que su improvisado interlocutor se hallaba en el baño, abandonó el local con un Buenas noches, señor del camarero a modo de telón a sus espaldas. Volvió a sumergirse en las calles de su ciudad, haciendo todavía tiempo hasta llegar a casa. Recorrió tres plazas, probó de sentarse en un banco, aunque estaban todos empapados, y aquellos que no lo estaban, ocupados por grupitos de jóvenes que a Bruckner le parecieron sospechosos. No sabía de qué, pero sospechosos al fin y al cabo. Y como no le apeteció probar suerte con otro local tras la fallida experiencia anterior, se limitó a caminar deprisa hasta que notó un calambre en la pierna izquierda. Acuciado por el dolor, se dirigió nuevamente a casa.

Nada más entrar, Walter Bruckner encendió todas las luces de todas las habitaciones, como esperando encontrar algo. Miró el televisor de reojo, pero no quiso probar a encenderlo. En su lugar, se desvistió rápidamente, se limpió los dientes concienzudamente y, agarrando su libro con más firmeza de lo habitual, se acostó en la cama dejando, por primera vez en su vida, las luces del comedor encendidas.


Los días siguientes a la revelación, vamos a definirlo así, revelación, porque eso de que te digan Inmortal no se puede constreñir a términos como aviso, información, dato u observación, necesita de la pomposidad de un término más ligado a los procesos divinos, de mayor transcendencia y de mayor impacto, admitámoslo, pues como decíamos, tras la revelación, Walter Bruckner fue recuperando la normalidad poco a poco. En la oficina no contó nada a nadie, poco acostumbrado a confidencias como es nuestro protagonista. Y, si bien llegó a temer que alguien le notara algo raro, nadie le hizo mayor caso que antes. Bruckner tampoco. Su cuerpo seguía fielmente los mandatos orgánicos habituales: dormir, comer, higiene personal y evacuaciones corporales no se vieron alteradas lo más mínimo.

Siendo así, es lógico que la rutina fuera empujando la experiencia pasada hacia el desván de los recuerdos, como quien abandona una lámpara no deseada, olvidándose de ella y dejándola que el polvo la inunde. Pero, un buen día, algo sucedió que revivió de la forma más obscena y brutal la promesa de aquella voz revelada.

Walter Bruckner se hallaba cruzando la calle con su barra de pan en mano, a una hora no muy temprana, ya que era domingo y ese día se levantaba siempre una hora más tarde. Tenía en la otra mano una pequeña bolsa con un par de dulces. Mirando a ambos lados de la calle, Bruckner comenzó a cruzar la calle. Pero, por un instante, se quedó detenido en medio de la calzada. Vio pasar una mujer, joven, de edad indefinida y dotada de cierta belleza etérea. Pero no fue un devaneo hormonal el que provocara ese detenimiento de la mirada de Bruckner en la joven. Fue una sensación similar a un chispazo eléctrico de que conocía a esa mujer. Pero, y al mismo tiempo, sabía con toda certeza que jamás antes la había visto. Es, por tanto, la aparición de estos dos pensamientos contradictorios entre sí, ambos ellos paralelos en tiempo y espacio, lo que provocaron el repentino despiste de Walter y su consecuente parálisis. Eso sí, durante tan sólo un instante. Y esto otro también: el tiempo suficiente para que un conductor algo despistado le atropellara.

La escena bucólica que tienen siempre las mañanas de los domingos soleados, se convirtió en obscena. Bajo la luz de un sol intenso, podíamos hallar a un coche aparcado precipitadamente sobre la acera, con el capó algo abollado y el cristal del parabrisas descuartizado en una tela de araña. A su lado, de pie y apoyado en la puerta izquierda, vemos al conductor, tapándose la cara con las manos y con el cuerpo rígido, como preso de un ataque de nervios. Un par de metros más allá, en medio de la calzada, un zapato. Y un metro hacia la izquierda de este zapato, el propietario de esta prenda, Walter Bruckner. Arremolinados a toda esta escena, un grupo de ciudadanos, de esos que pasaban por allí justo cuando pasaba todo y que comentaban, con voz baja y sombría, Debe estar muerto, el pobre, mirando con gravedad y temor el cuerpo inmóvil de Bruckner.

La posición del cuerpo, el zapato que salió despedido del pie y las huellas del impacto en el vehículo invitaban, ciertamente, a pensar que estábamos siendo testigos de una muerte por atropello. Pero, para sorpresa de los testigos presenciales, Walter comenzó a despertarse y, lentamente, se incorporó mostrando un aturdimiento más propio de aquel que se ha quedado dormido en un momento inapropiado que de aquel que acaba de ser brutalmente golpeado por una masa de más de mil kilos de peso a sesenta kilómetros por hora.

Bruckner se giró sorprendido al ir a apoyar el pie y ver que le faltaba un zapato. Vio que todos le miraba perplejos, envueltos en un incomodísimo silencio, incluido el conductor, que dejó de lado su ataque de nervios para dar paso a una expresión de incredulidad absoluta. Tras unos segundos que fueron pocos, difícil de calibrar, pero aventuraríamos que entre 3 y 6, más o menos, nuestro protagonista entendió qué había sucedido. Y ese comprender qué estaba pasando, le provocó una sensación de ahogo, de ansiedad, que le apareció en la boca del estómago y que le fue subiendo cual oleada en temporal hasta la cabeza, mareándolo, haciéndolo tambalear ligeramente, para acabar en necesidad de escapar de allí, de huir, de salir corriendo lo más rápido posible, ahora mismo, ya, dejando atrás todas esas miradas asombradas, todos esos rostros anonadados, toda esa escena que recordó a Walter Bruckner que sí, que era inmortal.


II

El resto de ese domingo lo pasó encerrado en su casa, como un gato enjaulado, paseando arriba y abajo, con las cortinas echadas y el teléfono desconectado. No es que le llamara mucha gente, la verdad, pero por si acaso. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, llamó a la oficina excusándose que se encontraba enfermo. Temió que alguien le comentara algo, ya que hubo testigos presenciales y, aunque no reconoció a nadie, todo lo sucedido fue muy cerca de su casa y es fácil que acabara sabiéndose que había sido él el hombre que se levantó indemne cuando debía haber muerto. Pero no, ni nadie le molestó en casa, ni desde el trabajo el compañero que le atendió al otro lado del teléfono mostró extrañeza. Se limitó a contestarle un protocolario Que te mejores, Walter. A lo que respondió un Gracias seguido de un Mañana estaré ya bien, seguro, a lo que el compañero replicó con un Hasta mañana, entonces, a lo que siguió un falso Hasta mañana. Falso porque Walter Bruckner no pensaba precisamente en volver al día siguiente a su trabajo. Si nos fijamos bien, a la espalda de Bruckner, sobre la mesa del comedor, vemos un maleta mediana que vaticina que alguien va a salir de viaje.

Tras colgar el teléfono, se dirigió a su biblioteca y, tras pasear su dedo por encima de varios volúmenes, eligió uno, una especie de guía de viajes. Abrió el libro sobre la mesa y desplegó un mapa. Cerrando los ojos, deslizó un dedo buscando un destino al azar. Lo detuvo sobre un punto y, abriendo los ojos, miró el nombre que escondía su dedo. Realizó otra llamada para averiguar qué trenes llegaban hasta allí y se alegró que tuviera que tomar tres trenes, uno de largo recorrido, otro regional, y un tercero de cercanías. Había desechado desde un principio el tomar el avión, no por miedo a volar, sino porque Walter Bruckner no quería, en realidad, llegar ya. Quería, simplemente, ir. Y el estar casi un día de viaje en diferentes trenes le apetecía porque era precisamente eso lo que le pedía el cuerpo: moverse, moverse, moverse, irse, huir de allí.


El pueblo, en realidad, era lo de menos. De hecho pensó en la posibilidad de ir a una gran ciudad, pero no. Allí siempre puede uno encontrarse con alguien conocido, y no quería eso. Además, no estaba acostumbrado a las grandes urbes, le aturdían. Así que, un pueblecito iría bien, siempre y cuando estuviera en la otra punta del país. Daba lo mismo cual fuera. Si el que había elegido en un primer lugar, como si era el siguiente o el anterior. Donde encontrara un lugar apartado donde aparcar. Eso, aparcar. Salir de la circulación, del tránsito habitual. Quizá incluso viajara un poco por aquella región, que no conocía. Quién sabe, ya decidiría.


A pesar de todo lo acontecido, y a pesar de su normal carácter, durante todo el trayecto Walter Bruckner no pensó en nada de lo acontecido. Ni en el atropello, ni en su huida, ni en su destino, ni tan siquiera en qué haría al llegar. Se limitó a mirar a través de la ventana, leer sus libros y pensar en la muchacha. Eso, aquella joven que vio justo antes del accidente. Supo de una forma instintiva, que esa chica estaba relacionada de alguna manera con lo que le estaba pasando. La joven no le miró, pero percibió que Walter la miraba, ya que dejó escapar una leve sonrisa. Todavía no sabía cómo relacionar de forma que encajaran ambos hechos, pero recordó que la voz que le reveló su inmortalidad era una voz femenina. Se encogió de hombros y, dejando descansar el libro en su regazo, cerró los ojos y se dejó mecer por el ritmo acompasado del tren. En todo el resto del viaje, no volveré a pensar sobre el tema, se prometió a sí mismo.


Entre la llegada del tren de largo de recorrido y la salida del tren regional, faltaban tres horas que Walter no supo bien cómo ocupar. Pensó en ir a la cafetería y también en dar un paseo por los alrededores de la estación, pero una especie de inercia le llevó a sentarse en un banco en el andén. Tenía tiempo para aburrirse y para salir de la estación si lo deseaba, ahora prefería simplemente sentarse allí, viendo la gente pasar y esperar.
La megafonía anunció la llegada de un tren con destino diferente al suyo, justo por su andén. Se oyó el silbato del tren que se acercaba a la estación, lo que provocó una cierta marea entre los que se hallaban en el andén: algunos se levantaban raudos de los bancos, otros se colocaban en el borde del andén, como si fueran a saltar, se producían despedidas, abrazos, besos. No vio ningún lloro amargo por la despedida de nadie, ni tampoco ningún gesto desmedido de pasión, ese tipo de cosas que salen en las películas. Por lo visto, la gente es más comedida de lo que se piensan los guionistas, pensó Bruckner, pensamiento este que le satisfizo, como quien descubre con socarronería que el otro está equivocado y que uno tiene razón. Pero la marea se convirtió en remolino, oyéndose algún grito apagado.

Walter Bruckner, movido por un resorte, se dirigió rápidamente hacia donde todas las miradas apuntaban. Un joven se había lanzado a la vía. El tren estaba a punto de llegar. La gente dividía sus gritos: aspavientos al jefe de estación y al joven para que se incorporara y saliera de allí, por Dios. Y Bruckner rígido como una barra de hierro, con un pensamiento golpeándole como un boxeador en pleno cerebro: “podrías lanzarte, eres inmortal”. Pero no logró mover ni un solo músculo, tan sólo dejó escapar un par de gotas de sudor que resbalaron por sus sienes. Apretó las mandíbulas ferozmente y, en ese instante, el tren pasó. La consternación golpeó a la marea, como el malecón soporta las olas. Menos a Walter Bruckner, que seguía allí, derecho, con las dos gotas de sudor y la dentadura chirriándole y la cabeza a punto de estallarle: “¡Podrías haberlo salvado! ¡Podrías haberlo salvado! ¡Podrías haberlo salvado!”

Aguantó de pie la llegada de su tren y en un estado a medio camino entre la petrificación y la alucinación, Walter Bruckner llegó a la pequeña estación del tren de cercanías. Allí tan sólo tenía que esperar quince minutos a la llegada de su tren, tiempo que ocupó encerrándose en el baño de la estación, sentado en la taza del váter con la tapa bajada, con su maleta a los pies y las manos aferradas a su rostro, llorando como nunca antes había llorado antes, dejando escapar hipidos que llegaron a asustarle, porque no recordaba hipar así desde que tenía diez años, o quizá menos.

Finalmente llegó al pueblo que había decidido. Avanzaba ya la tarde y, desde hacía muchas horas, apenas había comido nada, así que el hambre acuciaba. Pero Walter Bruckner no tenía apetito, dijeran lo que dijeran sus tripas. Así que preguntó al primer viandante que encontró por un hotel cercano y lo máximo que le pudieron indicar fue una pensión, porque hoteles no tenía aquel pueblo, ni moteles, ni camping con bungalows.

La pensión resultó ser una casa particular remodelada para tal fin, así que las habitaciones resultaban ser reducidas y el espacio común ínfimo, pero mientras buscaba casa, porque se propuso alquilar una casa, ya le servía. Agotado como estaba del viaje, nuestro protagonista, aprovechó sus primeras horas en el pueblo para dormir a pierna suelta, tanto que llegó a preocupar al matrimonio dueño de la pensión, que Mira que si le ha pasado algo, que no se le veía mucha salud, verdad?, comentó la mujer al esposo, a lo que éste le respondió con un mudo gesto de despreocupación, acostumbrado como estaba a ver viajantes que aparecían como fantasmas y como tales desaparecían.

Walter Bruckner era consciente de que debería afrontar, más temprano que tarde, el asunto de su marcha del trabajo. Quizá hoy, y si no mañana, le estarán llamando a casa tratando de localizarle. Como es enemigo de los móviles, aunque más bien es ajeno, no podrían encontrarle. Y eso le tranquilizaba, pero también le asaltó una duda: ¿qué pasaría si desde el trabajo acababan avisando a la policía, preocupados por la desaparición de un empleado ejemplar? Sólo le faltaba eso, que fuera un hombre buscado por el país, cual vulgar delincuente. Mañana mismo llamo, pensó Bruckner, pero ese día buscaba casa en el pueblo, Lo tengo decidido, se dijo a sí mismo mientras mordía su segunda tostada con mermelada durante el desayuno que le había preparado la ama de la pensión, quien le miró mucho más relajada al comprobar que su nuevo inquilino no sólo seguía respirando, sino que mostraba mucho mejor color.

La ventaja de un pueblo relativamente pequeño es que no hace falta caminar mucho ni hacer grandes gestiones para realizar según qué consultas. En el caso que nos ocupa, un forastero que busca casa, tan sólo necesitamos que alguien del pueblo esté interesado en alquilar la suya. Y no sabemos si siempre, pero sí que es usual, encontrar a alguien que está planeado marcharse y deseando sacar rendimiento del que otrora fuera su hogar, otra cosa es el precio y las condiciones de la casa. Pero Walter Bruckner es un hombre poco dado a grandes necesidades y, en consecuencia, poco dado a grandes exigencias, por lo que tuvo suerte y ya ese mismo día le hablaron de un vecino que quería alquilar la suya. Eficaz como siembre había sido, pero muchísimo menos pusilánime de lo que era habitual en él, Bruckner se dirigió raudo para ver la casa. Tenía la certeza de que, nada más verla, sabría si ése era su lugar. De no ser así, mañana mismo abandonaba el pueblo en búsqueda de otro. Preso de una decisión impropia, caminó con paso vivo por aquellas calles escarpadas que se dirigían a la falda de la montaña, donde podría encontrarse su nuevo hogar.

Al vecino le apabulló la decisión de Bruckner, llegando a pensar que se trataba de un nuevo rico al que le sobraba el dinero, o de que era alguien importante que huía de la notoriedad. No le dio por pensar que fuera un fugitivo de la justicia, o, mejor dicho, desechó la idea rápidamente porque Walter Bruckner no transmitía para nada la sensación de ser peligroso. Ni tan siquiera de que tuviera algo que esconder, que lo tenía.
A Bruckner le convenció el precio, le parecieron bien los muebles, no vio necesidad urgente de hacer obras y no veía por qué no podía instalarse ya mismo, en cuanto el propietario abandonara la casa. El vecino se encogió de hombros, pero, claro, tuvo que aguantarse el entusiasmo para que no se le notara que le estaba cobrando más de lo que pensaba en un principio. Hay que tener en cuenta que en ese pueblo, las casas suelen alquilarse a profesores, o a funcionarios que, por avatares de su oficio, se ven impelidos a buscar alojamiento más barato que la pensión y que el hotelito que hay dos pueblos más allá, así que los precios suelen ser más bien bajos. No era este el caso, pero no sería él quien convenciera a Bruckner de la necesidad de regatear, desde luego.

Convinieron en que dejaría la pensión la mañana siguiente, así que aún le quedaba día a Bruckner para dedicarse a otras cosas. Y a falta de algo más, ralentizó su marcha por las calles del pueblo aprovechando que el día no era muy frío y que el aire era limpio y límpido. Fue durante este paseo cuando a Bruckner le dio por pensar. Tras el suicidio de la estación, por un momento llegó a bloquearse, incluso a temer por su salud mental. Pero tras la llantera, y tras el descanso en la pensión, tuvo que reconocer que se sintió mucho mejor. Todavía sentía un escalofrío cuando pensaba en aquella frase, en aquel Eres inmortal, y sabía muy bien que tendría que enfrentarse a ello, que no podría huir. Pero, por extraño que le pareciera, no se sentía un fugitivo. A partir de que le atropellaron, le invadió una desagradable comezón que le hizo sentirse culpable, como si fuera un convicto, como si hubiera cometido un asesinato o algo así. Pero ahora, paseando tranquilo tras haber alquilado la casa, se sentía bien, incluso ilusionado. Se podría decir, contra todo pronóstico, que Walter Bruckner se sentía invadido por el optimismo.



III

Sucede que el hombre es un animal de costumbres y, como tal, necesita del ritual de la rutina diaria. A este hecho tan común no se escapa nuestro protagonista, que pronto se encontró con actos que necesitaba repetir todos los días para sentirse a gusto. Si bien en un principio necesitó de unos días para ordenarse, como esos zapatos nuevos que necesitan ajustarse a nuestros pies, así Walter Bruckner se despidió del trabajo, insistiendo a su compañero, aquel que quiso celebrar su cumpleaños, que no, que no se había ligado a una chavala, que no era cosa de faldas. Pero como Bruckner no mostró un tono de enfado, ni tan siquiera de molestia en su tono de voz, ante las repetidas sospechas libidinosas de su compañero, éste, tras colgar el teléfono, se quedó convencido de que Walter Bruckner se había ligado a una tía imponente, o a una vieja ricachona, a ver si no por qué se iba a ir así, dejando casa y trabajo estable, que Walter no es de esos.

Esa misma mañana, tras colgar el teléfono público desde el que se despidió de su trabajo, Bruckner se dirigió al banco para abrir una nueva cuenta bancaria y conseguir que el dinero que aburridamente había ido ahorrando estos años, sirviera al fin para algo, además de conseguir el dinero suficiente para pagar el alquiler durante un año.

Esas operaciones básicas se vieron complementadas en los días posteriores por un recorrido no ya del pueblo, sino de los pueblos colindantes, convirtiéndole en asiduo al tren de cercanías. Walter Bruckner se halló reconociendo su nuevo territorio, como un perro o un gato cuando llegan a una casa nueva, localizando los servicios y las tiendas que iría necesitando: esa librería a la que encargar los libros, esa tienda donde comprar la ropa, esa ferretería donde proveerse de herramientas, esa única sala de cine de la zona, sí, cine, quería volver a ir al cine esta vez, ese restaurante donde presentaban exquisiteces en una cálida intimidad. Para las cosas más inmediatas, ya tenía suficiente con el pueblo.
De hecho, todas las mañanas Walter Bruckner las aprovechaba para dar un paseo por varios parajes que había descubierto y le encantaban. Lo hacía bien temprano, puesto que seguía siendo un hombre diurno, amante de ese levantarse entre tiritonas, creyente en el vigor que da el mover las piernas durante una hora con el estómago vacío, antes de dirigirse a la panadería, donde, ahora, compraba su barra de pan y sus dos pastas cada día. De esa forma, conseguía desayunar con apetito, ya que era más amante de un desayuno fuerte que no de comidas copiosas.

Precisamente ahora podemos verlo en la panadería, con las mejillas sonrosadas por el frío externo y el calor de la caminata, esperando pacientemente a que la panadera atendiera a la clienta anterior. Le tocó el turno a él y, ya solos en el pequeño local, la panadera le atendió con ¿Lo de siempre? a lo que Bruckner contestó con un Sí y un amago de sonrisa tímida. Timidez que se acentuó cuando la panadera, en un arrebato de locuacidad inusual entre ellos, le espetó ¿Está usted casado, señor Bruckner?, que provocó en nuestro protagonista un sonrojo que ardió más por dentro que por fuera, aunque fue lo suficientemente visible para que la panadera se turbara a su vez y, sonrojada ella de forma más evidente, dejara escapar un Lo siento, yo no quería... Y este rubor mutuo, ese silencio incómodo una pregunta que no pasaba de ser normal, que no siempre inocente, avisamos, pero lógica entre adultos, provocó un intercambio de sonrisas tímidas pero cómplices, unas disculpas apresuradas y torpes y un par de miradas fugaces que nos deja con la sensación de que, en ese local, la transacción entre Walter Bruckner y la panadera no se limitó a un puro mercadeo, sino a algo más.

La rutina de Bruckner no se consumía en el acto de comprar el pan, ni tampoco en sus compras de alimentos semanales, también hallaban regocijo en las paredes de madera del club del pueblo, donde los hombres se reunían por las tardes para jugar al ajedrez, o a las cartas, sin ánimo lucrativo, claro, aunque las apuestas se podían camuflar bajo la apariencia de galletitas saladas, y donde nuestro protagonista hallaba la compañía del que resultaba ser el alcalde del pueblo, un hombre instruido, amante de los libros, con quien compartió afición, charlas y opiniones sobre los más variados temas, además de alguna que otra cerveza, aunque raramente llegaba Bruckner a la tercera en un día cotidiano.

Gracias a su creciente amistad con el alcalde, a su mutua afición a la lectura, y a la afición de Bruckner a acudir a los pueblos cercanos en búsqueda de sus tan bien preciados libros, el alcalde fue confiando a nuestro protagonista sucesivos recados. En un principio fueron también libros, peticiones del tipo Ya que va usted, ¿podría traerme un ejemplar a mí? ¡Por supuesto se lo pago en cuanto me lo de!, promesa que cumplía religiosamente a pesar de que Bruckner hizo en más de una ocasión amago de que no hacía falta. Estos encargos fueron creciendo en importancia y en cantidad, involucrando cada vez más a Walter en peticiones referentes a papeleo, a copias y a entregas que ya transcendían la privacidad del alcalde para adentrarse en los vericuetos de la burocracia municipal. De esa forma, casi sin quererlo, Walter Bruckner se fue ganando sin haberlo pretendido un puesto en el gobierno municipal, de tal forma que cuando el alcalde le ofreció contrato, lejos de levantar ampollas por ser un forastero, la gente del pueblo lo vio como algo natural, de tan acostumbrados que estaban de pedirle recados a Bruckner.


Así que, llegados a este punto, no ha de extrañarnos que, ante la llegada del final del año y su consecuente celebración, fuera requerida, por muchas personas, la presencia de Bruckner en la fiesta de Fin de Año que se solía hacer en los locales del club del pueblo. Bruckner, felizmente abrumado por tantas solicitudes, dejó de lado sus normales reparos a los locales llenos de gente y música, y aun sin poder evitar cierto pánico a que alguien le sacara a bailar, acabó aceptando casi con alegría que esa nochevieja la pasaría celebrando una fiesta como se supone que se debe hacer.

Un tanto nervioso, con un nudo en el estómago que a Bruckner le recordó a su adolescencia y que le hizo decirse ¡Qué tonto eres! en un tono divertido, se encontró con una copa de ponche entre las manos, que duró poco, que los nervios tienen a veces eso, no sabemos qué hacer con las manos y si es una copa, bebemos con avidez, buscando quizá la relajación o la euforia que da el alcohol. Y, mira por donde, la copa vacía facilitó que la panadera, esta vez desprovista de su delantal y cofia habituales, se acercara a Walter Bruckner con otra copa de ponche, acercamiento que sorprendió a nuestro protagonista no tanto por el hecho físico en sí, ya que el local no era muy grande, y bien se conocían de verse todos los días, sino porque pudo ver el peinado que se había hecho, porque contempló el vestido de apariencia lujosa aunque se intuía que era más apariencia que precio, vestido que insinuaba las formas femeninas de la panadera, mujer algo entrada en carnes, pero sin perder sensualidad, sobretodo en el pecho, que Bruckner se descubrió contemplando con cierto placer, así como la sonrisa esta vez franca, abierta, mostrando los dientes, y la mirada, que seguía siendo cómplice, muy cómplice.

Bruckner incluso bailó esa noche, y bebió más de lo que acostumbra, y sudó incluso, y habló, habló con Elda, que así se llamaba la panadera, Elda, y se lo repetía para sí, Elda, que le pareció un nombre bonito, como a ella Walter, Walter y Elda, Elda y Walter, que ambas combinaciones sonaban bien, pensó.

Ahora podemos ver a Bruckner sentado en su sillón favorito, ese que está situado frente a su modesta chimenea, tomando algo caliente antes de dormir un poco, que dentro de unas horas, como aquel que dice, debe ir a casa de Elda a comer, que aceptó aún no sabe cómo su generosa oferta de celebrar el Año Nuevo en casa de Elda. Pero sí, sí sabía cómo aceptó. Porque, justo tras un nuevo sorbo de su café, notó un hormigueo cálido que le recorrió todo el cuerpo y que no se debía ni al efecto de la bebida ni a la presencia de la chimenea. Sonriendo para sí, asumió, por vez primera y con una certeza serena, que se estaba enamorando.

Y, de forma paralela, tanto en tiempo como en espacio, esa temprana mañana, Walter Bruckner comprendió que había recuperado la mortalidad. Tras lo cual, durmió plácidamente al calor de la chimenea.



Texto agregado el 16-06-2004, y leído por 1380 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
27-01-2009 Me ha aburrido un poco. No veo la tensión drmática de otros que tienes por ahi. No veo bien como un inmortal puede tener temores de mortal. Se supone que la mayoría de los temores nacen precisamente de la acotación de la vida. Por ahí: "¿Qué clase de broma era esta?" -> ésta meaney
26-11-2007 Brillante cuento. Se nota tu oficio de escritor. Por un lado, logras enganchar al lector, y eso se agradece. Y por otro, narras una historia tremenda con un simbolismo hermoso. Simplemente excelente. FiNCHeR
02-10-2004 Entretenido este Walter, pero muy tímido e inseguro. Felicitaciones. jorval
17-08-2004 Buena narración, como siempre, con algunos errores de redacción y coherencia fácilmente salvables. El narrador, aunque no me gusta por pedante, debo reconocerle su consistencia y credibilidad. El gran problema de este texto son los cabos sueltos. Se dice que cuando aparece una pistola en la secuencia narrativa es porque alguien la usará de alguna o de otra forma. En el caso de “La inmortalidad de Walter Bruckner”, la mujer y la voz que hipotéticamente Walter le achaca a tal mujer se pierden por completo hacia el final. Y así podría citar otros elementos, como el sentimiento de culpa por no haber salvado al muerto del tren. No es lo suficientemente largo y complejo como para hablar de una novela, por lo que se debe cuidar con extrema precaución la historia. Recordando al maestro Cortázar, a diferencia de la novela que gana por puntos en un combate de box, el cuento debe noquear al lector. demabe
06-07-2004 Me he visto metido en este relato, ajeno a estilos, ritmo. vocabulario, metáforas..., olvidado de mí, tan sólo llevado por mis ganas de saber como podría acabar la historia de un hombre inmortal, y realmente, sólo cuando he llegado al final del cuento, ha sido cuando el amor de Walter me ha devuelto, sorprendido mi lucidez habitual. azulada
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