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Mientras muero



A Ernesto, porque me demostró que las
cosas increíbles pueden suceder y porque
nuestra amistad no fue un mero encuentro
casual ya que a veces los gatos coincidimos en el abismo.




El día empieza en el centro de la ciudad. La calle está abarrotada, el bullicio de la zona convierte a las personas en perros rabiosos. Hombres, mujeres, niños, todo es un caos; gritos y empujones al abrirse paso. Vendedores desesperados buscando clientela. Y como en toda ciudad central del mundo, en la esquina más sucia de aquella, ciegos, mendigos, tullidos, con las manos estiradas en espera de unas miserables monedas.


Los estragos de la noche golpeaban certeramente las paredes del cofre que es mi cabeza. Los recuerdos del griterío, el alcohol y las drogas circulaban entre mi mente. “Vamos viejo, hasta el fondo” me decía alguien y me palmoteaba para darme ánimo y yo lo obedecía como si se hubiera tratado de una orden y aspiraba hasta el fondo la línea de cocaína que me estaban ofreciendo. El rostro de Natalia ya se hacía presente en mi cerebro ni bien se abrían mis ojos: su cara dulce, su comportamiento recatado y también sus “vete a la mierda” cada vez que la molestaba. Anoche quise besarla, la tomé del brazo, la arrinconé pero solo recibí una bofetada. Por eso volví a beber sin que me importara las secuelas del exceso. Por eso bebo casi todos los días. “tú sólo eres un vago, a mí me gustan los inteligentes”, me gritó y se marchó del bar como huyendo de una jauría de perros ajena a ella.

Yo no estudiaba mucho, pero me gustaba leer uno que otro libro, principalmente si era de poesía, y si fuera más específico diría que de Vallejo. Para algunos poesía es un total significado de afeminado, para mí poesía era una forma entretenida de pasar el tiempo y de ir pensando más en la vida. Presentí una batalla medieval con la resaca. Recién la luz del alba había inundado la ciudad y el centro ya era un desorden. Desperté, con mucho frío, en una banca de la Plaza Francia y me preguntaba a dónde diablos se habían ido todos y por qué me habían dejado ahí solo y vulnerable. Me restregué los ojos hasta sacar la última legaña y luego hurgué entre mis bolsillos para ver si me habían bolsiqueado mientras dormía; felizmente aún me quedaba la única moneda que me había sobrado de la batalla nocturna. Mi ropa estaba en su lugar, cubriendo mi cuerpo enjuto.

No sé cuántas veces me he quedado tirado en una banca del centro totalmente ebrio. No de todas he salido airoso, como hoy, pues ya en varias ocasiones he despertado casi desnudo, sin zapatillas e incluso sin medias. Para los pirañas no hay pierde, son unos verdaderos hijos de puta capaces de robarle a su propia madre. Pero en fin, en realidad la culpa es mía, o tal vez la culpa es del alcohol por ponerse tan exquisito en momentos en que a uno lo viene a agarrar el abatimiento. Estiré mi cuerpo para quitarme la pereza y quitarme la rigidez. Mientras lo hacía traté de pensar una buena excusa para decirle a mi padre. Con qué le saldría esta vez, quizás con lo de siempre, que se me hizo tarde y era mejor quedarme en la casa de un amigo porque no vaya a ser que me pase algo en una ciudad tan peligrosa e impredecible. Él se limitaría a resondrarme y a pensar que quizás sí, que era lo mejor que se quedara en la casa de alguien para evitar cualquier peligro nocturno.

Me ruboricé al notar que la gente me miraba. Pobre vagabundo dirían; malditas máquinas de sufrimiento pensaba al verlos cargando sus sacos llenos de mercancía y yendo a sus puestos a empezar su jornada de trabajo, a dignificar su presencia en el mundo. Me levanté de lo que en la noche anterior había sido mi cama improvisada y empecé a caminar hacia el paradero de buses. En vez de ir directamente a la Av Wilson, fui por Camaná y entré por Quilca para ver si aún se estaba formando algo interesante. En Quilca siempre pasan cosas interesantes y si no hay nada el paisaje te termina alegrando el día. Me causó risa un graffiti que no lo había visto antes: Que gobiernen las putas, porque sus hijos no pueden. Reí por aquella frase; me pareció un eufemismo bastante cómico. De pronto, mientras iba al paradero, sentí un golpe y estuve a punto de caer al suelo, “no hay respeto –pensé en ese instante o quizá pensando el alcohol por mí- acá te empujan con tal de pasar, no es como en Europa por ejemplo, todo es distinto, pero eso es Lima, qué le vamos a hacer”.

Al momento de evitar mi caída casualmente mi mirada fue a dar hacia un sujeto que estaba tirado en el suelo, apoyado en una pared, todo harapiento, barbado, muy, pero muy flaco y a pesar de que estaba a una distancia considerable de él sentí un hedor grosero que emanaba de su cuerpo. También vi su brazo en una sola posición: estirado y sujetando un gorro. En su pecho tenía un letrero que decía “SIEGO”.

En realidad no era ciego sino tuerto, solo le hacía falta un ojo; el otro se movía siguiendo el paso de los viandantes. A pesar del asco que sentí al verlo su rostro me empezó a dar lástima. Viejo o tal vez no lo era, pero tenía ese aspecto, con un solo ojo, pidiendo limosna, no aguanté más y la pena ahondó mi corazón, o, para evitar las frases poéticas, la pena hizo que hiciera algo que casi nunca hago. No siempre soy sensible y empiezo a regalar dinero a los mendigos pero ese anciano me cautivó. Volví a hurgar entre mis bolsillos y pensé que caminar en una mañana fría serviría para calentar mi cuerpo, de todos modos sea cual fuere la hora que llegue a casa igual me resondrarían. Me acerqué a aquel sujeto tratando de contener la respiración. El único ojo movedizo que tenía se esperanzó al verme acercar y lanzó un pequeño brillo. Con cada paso el olor se hacia intolerable, empecé a dudar pero al volver a verle el rostro al pobre anciano mi corazón me empujó a soltar la moneda de mi pasaje en su gorro. Dejé la moneda y al instante me di vuelta para retirarme. Di dos pasos y escuché que alguien gritaba. “Espera, no te vayas”, era el anciano. Giré mi cabeza y noté que esta vez me llamaba con la mano. Le hice un gesto de apuro, pero él insistió. Bueno, dije, a ver con qué sale. Me acerqué, esta vez no sentí el olor nauseabundo, creo que ya mi nariz se había acostumbrado, y noté que el anciano sonreía. También noté que casi no le quedaba un solo diente. “Qué pasa –le dije- no eres limosnero acaso. O lo que quiere es más. Es todo lo que tengo señor, lo siento”. El anciano empezó a hacer unas muecas horribles y luego buscó algo en un costalillo que estaba lleno de latas y trapos sucios. “Espere joven, no se asuste. Hace una semana que nadie me lanzaba una moneda. Hace mucho que no como y por eso quiero compensar tu buen gesto”. Su voz llegaba distorsionada a mis oídos, apenas se le escuchaba, causa tal vez a la vida precaria que llevaba o quizá al bullicio y caos del centro o para alcanzar cierta certeza diría que por la ausencia de dientes. Siguió buscando entre los desperdicios que poseía. “Espera, espera –decía agitándose- no te vayas joven”, de pronto sonrió y dijo: “Acá está”. Sacó una especie de tetera antigua, sucia y muy golpeada. Extendió su brazo y trató de dármela pero yo lo contuve. “No se preocupe, no hace falta. Lo que yo le he dado es una limosna no un pago. Conserve su reliquia”, pero el anciano insistió, “créeme –me dijo con una expresión enternecedora- hay cosas que te pueden cambiar la vida”, y empezó a sonreír mostrándome la ausencia de dientes y desperdigando desde su boca un aliento terrible, comparable con el olor de su cuerpo. No tuve más remedio que aceptar su ¿regalo? ¿Compensación? ¿“Cosa que cambia la vida”? Qué diablos, pensé, la botaría más allá.

Tomé el objeto y caminé hacia mi casa. Al llegar no comprendí por qué nadie me gritaba. Ni mi padre ni mi madre me exigían explicaciones, se limitaron a mirarme y hasta a sonreír. Buena suerte, me dije, y aprovechando tal situación subí rápidamente a mi cuarto. Recién ahí pude notar que entre mis manos aún poseía la tetera antigua, sucia y machacada. “Mirándola bien creo que puede servir como adorno”, pensé para justificar su presencia. Agarré uno de mis polos y empecé a quitarle el polvo de encima, estaba muy sucia y olía mal. Había una mancha que no salía y froté con fuerza para poder sacarla. De pronto, al frotar con más fuerza, sentí que el objeto se puso muy caliente y lo solté. Al caer al suelo la lata, embrujada ahora, empezó a dar una danza incomprensible, e increíble, y a botar humo por todo mi cuarto. Me asusté; me asusté mucho. Enceguecido por el humo empecé a temblar y a gritar. Quise correr hacia la puerta pero no sabía dónde estaba. Sentí la horrible sensación de que mis gritos no eran escuchados por nadie. El humo empezó a formar un globo y se empezaba a consumir nuevamente hacia la lata, mejor dicho era como si la lata estuviera inhalando el humo. Al secarme las lágrimas y ver nuevamente al objeto, en mi cuarto ya no había humo, noté algo más increíble aún, noté que había un anciano que estaba al costado de la lata. Un anciano de ropas muy raras y con arrugas incontables o infinitas, como se quiera, que flotaba como si fuera una de esas almas que salen en las caricaturas. El primer impulso que tuve fue correr hacia la puerta, pero me percaté de que el anciano estaba muy cerca a ella. Igual lo hice, pero bastó que el viejo mueva levemente una de sus manos para que yo quede totalmente inmóvil.

No sabía qué hacer, ya no tenía control de mi cuerpo. Entonces escuché sus palabras: “No te asustes, tú me has liberado de un encierro bastante prolongado. Yo vengo desde tiempos ya olvidados y es mucho lo que he visto y también mucho lo que me he perdido por estar encerrado. Está escrito que aquel que me libere obtendrá tres deseos de mi mano. Y eres tú el elegido al que tengo que conceder tres deseos.” No sabía lo que ocurría pero al acabar de escuchar esas palabras sentí que volví a tener el control de mi cuerpo. Tampoco sabía qué hacer, la confusión y la desesperación se apoderaron de mí. De qué me estaba hablando o a qué deseos se refería eran unas de las incógnitas que se adueñaron de mí. Temiendo que el viejo brujo me hiciera daño si no hacía lo que me pedía empecé a pensar en tres deseos. Cavilé por un buen rato y traté de redondear mis ideas. Después de un lapso llegué a una conclusión: “estos tres deseos eran los mejores: saber todos los conocimientos existentes y ser extremadamente inteligente como un sabio, tener a Vallejo aquí a mi lado para sostener una tertulia y, por último, alcanzar la libertad absoluta”.

Entre uno de los deseos que descarté se encontraba el de poseer a Natalia íntegramente, tenerla como si fuera mi juguete favorito, someterla incluso a mis fantasías sexuales. Pero tan inhumano no soy, aunque confieso que me sedujo bastante la idea de pedir ese deseo. El anciano de aspecto bonachón ya no me preocupaba, me tranquilicé un poco y dejé de tener miedo. Le pronuncié mis deseos, no sin antes pedirle una explicación de lo que estaba ocurriendo, de dónde venía y cómo es que vive en esa lata. “No te preocupes por mí, sólo procura escoger bien tus ideas. Lo que yo sé no está al alcance de tu mente”, fue lo que recibí como respuesta. Al escuchar mis tres deseos, sin dar tantos rodeos, el genio hizo una mueca muy rara y me señaló como quien señala a alguien cuando acusa, como cuando una alma condenada señala al cielo tratando de convertirse en un deicida. De repente sentí tal cambio en mi cabeza, es decir me sentí muy inteligente o sabio, me sentí con muchos conocimientos que casi nada me era ajeno. El genio me dio tal inteligencia que sabía todo lo que había pasado en el mundo o al menos todo lo que se podía saber. Sabía todas las leyes matemáticas, todas las leyes universales, hasta sabía lo más difícil de todo saber: sabía la verdad de todo ello.

Sabía todo, me había convertido en un gran erudito, un sabio tal vez. Era una sensación rara y a la vez reconfortante; electrizante y a la vez pretenciosa. Era todo lo que había esperado. Era una caja con miles de regalos. Sonreí chapuceramente pues volví a pensar en Natalia y sus bofetadas. Esta vez las cosas cambiarían, me dije. Luego de jactarme placenteramente y sentir el gran cambio en mi cerebro lo vi a él. Vi a César Vallejo sentado al filo de mi cama, con esa expresión melancólica, con su frente pronunciada y su cuerpo delgado y en una posición conocida por todos, con la quijada recostada en su mano. Mis ojos se irradiaron al ver a tal sujeto. Sin temer verme humillado empecé a hablarle. Hablamos de diferentes temas y debatimos en muchos puntos y a pesar de mis grandes conocimientos nunca pude derrotarlo en la charla. Discrepábamos en ciertos puntos, principalmente políticos, pero cada uno defendió su punto de vista con buenos argumentos, con lo cual ambos teníamos razón, una cosa simplemente difícil de explicar como toda paradoja. Lo conocí más y lo admiré más que antes. Qué gran conversación tuvimos, aunque me dijo que me había metido en un gran lío. “Son simplemente cosas a las que ningún ser terrenal está preparado.”, me dijo con expresión de reclamo.

No entendí mucho esas últimas palabras, de todas formas estaba tan entusiasmado como para darme cuenta del verdadero peso que traían en sí. No dejaba de mencionarle mi admiración. A pesar de la charla intensa él seguía con su expresión taciturna. Dejamos de hablar pues me dijo que se sentía cansado y que quería dormir un poco. Me lanzó una mirada de ternura, como quien ve a alguien por última vez, y se acostó en mi cama. Se acostó de lado, dándome la espalda. No sé cuanto tiempo lo escuché llorar antes de que se durmiera. Yo no quería descansar. Me sentía feliz, sentía un clímax indefinido, una alegría extrema.

El regocijo que sentía se lo debía al genio. Él estaba cumpliendo mis deseos, mis sueños. Tenía conocimientos incalculables y mucha inteligencia. Había conversado con uno de mis más grandes ídolos literarios, uno de los mejores poetas que he leído y que más me ha gustado. Qué otra cosa me podría conceder si ya era feliz. Pero faltaba más, faltaba un deseo. Tal vez era el deseo más importante. Miré al genio y asentí. Entonces el genio me preguntó si de verdad estaba listo para el último deseo. Volví a asentir. Me entusiasmé al pensar en la sensación que sentiría al cumplirse mi último deseo. No me asusté pues hasta el momento todo era perfecto. De repente el genio, al escuchar mi asentimiento, hizo un ademán rarísimo y musitó palabras extrañas a mis oídos. Me lanzó una mirada llena de furia pero a la vez llena de ternura. Me miró directamente a los ojos y entonces empecé a sentir grande el peso de mi cuerpo. Mis movimientos se volvieron torpes y caí fuertemente al suelo. Me retorcía horriblemente en el piso. Mi respiración se cortó, el cuerpo ahora me dolía, sentía como miles de caballos me pisoteaba, me estaban apaleando: me estaba muriendo. En mi último suspiro, y con un esfuerzo beligerante, le pregunté al genio qué me estaba haciendo. “Qué, no comprendes –me dijo– Te estoy dando la libertad.”

Comencé a pensar en todas las imágenes de mi vida. Me veía hecho un bebe y luego miles de imágenes pasaron por mi mente, como si se estuviera proyectando todas las imágenes de mi vida a la vez. Pensé en el vagabundo y en sus palabras de que la cosa más insignificante te podría cambiar la vida. Pensé en los deseos que él habría pedido, pensé que tal vez su vida era distinta a la de ser vagabundo, tal vez su deseo fue ver más allá de lo evidente y el genio le arrancó un ojo para que pudiera ver el mundo, tal vez el deseó ser distinto al resto y el genio le heredo la locura o la razón, o tal vez el genio era el vagabundo. Quizás su deseo de arruinar mi vida ya estaba planificado desde antes.

Deseé haber sido un mezquino y no haberle arrojado nada. Los recuerdos ya no podían salvarme y las lágrimas esta vez fueron incontenibles. Las imágenes dejaron de pasar ligeras y empezaron a ser sólo destellos de los acontecimientos más significativos de mi vida. Ahora solo pienso una y otra vez en el inicio de esta historia ¿Cómo cambiar mi deseo? ¿Cómo podría salvarme? ¿A quién podría recurrir? Vi que el cuerpo enjuto de Vallejo se despertó. Él levantó la cabeza, me miró y se volvió a consumir en su sosiego. Comprendí entonces que esto era inevitable, comprendí que me iba a morir, comprendo que ahora estoy muriendo y que el inicio de esta historia se volverá a repetir miles de veces hasta que mi corazón dé su último latido. Navegaré en esta historia miles de veces más tratando de encontrar un hueco por el cual huir y aunque sólo ocurra en un segundo para mí será una eternidad. Y por más que repito y repito esta historia mientras muero no he podido descifrar una salida, porque solo en mi muerte alcanzaré mi deseo peligroso.
halo

Texto agregado el 21-12-2009, y leído por 86 visitantes. (0 votos)


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