Pocho y Elvira
Pocho era hijo único de doña Elvira, una prestamista que, por serlo, tenía más enemigos que de los otros, aunque todos la halagaban y le sonreían. Ella se inició en esa lid buscando una forma de vivir con decoro en tiempos tan difíciles, con hijo a cuestas y sin marido.
Mientras Elvira se pasaba las primeras horas de la mañana y de la noche en la Iglesia, dice que sirviendo para estar a buenas con Dios, dormía hasta las quinientas y el resto de su tiempo fumaba como una chimenea de mal tiro, porque la habitación donde ambos cohabitaban, estaba impregnada de un olor a nicotina y a humo corrompido que, francamente, no era para entrar allí.
Pocho no terminó la secundaria. Era un chico habilidoso para contar chistes e improvisar situaciones. Nadie le conocía un cuaderno, aunque fuera deshojado. Le gustaba organizar representaciones teatrales y por eso, se constituyó en el primer monigote de su salón. Todos tenían que ver con el. Era infaltable en las funciones preparadas por el colegio y en las fiestas de cumpleaños y desde luego, fue el primero en aprender a beber y a fumar y a hablar de hembritas. Cuando todos sus compañeros ingresaron a la Universidad y se preparaban para la vida, se pasaba las horas en los billares, jugando, bebiendo, anidando vicios pero ganando amigos. Porque era el primer contacto de su madre con sus clientes o de los clientes con su madre.
El dinero le fue ganando el corazón a doña Elvira. Durante las noches, con los ojos brillantes y rebozando de entusiasmo, contaba los billetes una y otra vez., por contar nomás, sintiendo un placer indefinido haciéndolos correr por sus manos. Además, revisaba cuidadosamente su libreta de deudores. Mientras tanto, el interior se le fue secando. Eso sí, a la iglesia no faltaba, aunque su pensamiento entre padrenuestros y avemarías, estaba en los dólares, los euros y los pesos. Mucho dinero. Montañas de dinero.
Un día cambiaron al cura del pueblo. Llegó un curita joven. Doña Elvira se le acercó primero, zalamera, para saludarlo, hasta que se atrevió a pedirle que la confesara. El reverendo, con todos los ideales de su juventud, le negó la absolución
-“Perdone, señora, usted no está arrepentida de lo que llama su “trabajo”. Y la confesión no tiene sentido sin conversión. Usted anuncia que seguirá en lo mismo y quien no tiene espíritu de enmienda, no alcanza la liberación. El comercio con Dios es un pecado más profundo que prestar dinero y ser una usurera como es usted”. El curita se sintió bien recordando la vieja crítica de Platón a la religión de su tiempo regida por el “Do ut des” (“doy para que me des”). Hoy, como ayer, se dijo para sí mismo.
La mujer se fue enojadísima. Con los curas tercermundistas y comunistas que habían entrado en la Iglesia, era imposible el trato, refunfuñó. Desde entonces, nunca más pisó esa Iglesia. Total, había otras y, en ellas, podía reunirse para chismear con sus “amigas cucufatas”
Mientras tanto el hijo, cosechaba amigos en sus andanzas nocturnas por bares, boliches y el casino. Cada centro urbano, pueblo o aldea tienen sus peculiaridades, y en el de Pocho, la propiedad fundamental era el juego. Bastaba para que se reunieran tres, y allí enseguidita se cocinaba timba. Siempre había desplumados., según la lógica del juego. Entonces, allí estaba Pocho; sigilosamente los llevaba a la casa de la madre. Un pagaré, una hipoteca; todo era rápido. El negocio nocturno funcionaba a las mil maravillas. En cambio en la tarde, Pocho era otro. De payaso a mimo pasaba haciendo reír a chicos y grandes con el sobrenombre de “Chupete”. Poco a poco se fue especializando para trabajar en los cumpleaños de los chicos. Y se dedicó a eso solamente. La fama de “Chupete” se extendìa por la región y su agenda estaba completa por meses. ¡Cuánta alegría le producía sacar sonrisas a niños y grandes! Y ¡cuántas risas arrancó a personas abrumadas por el dolor y la pena! Pero llegaba el anochecer y volvía al otro ambiente, cada vez más sombrío. La ligazón a la madre era muy fuerte. Ella era prácticamente todo. Nunca se le cruzó por la cabeza contradecirla. Y su vida nocturna le pertenecía a la vieja, a doña Elvira, cada vez más enjuta de carnes, ojos afilados como cuchillos y la nariz torva.
La madre, ocupada del todo en su ídolo, no percibía que su hijo se iba dividiendo en dos personas diferentes, contradictorias y que entre ellos, crecía un abismo profundísimo. Y como dualidad, el hijo la amaba entrañablemente, sin advertir que al mismo tiempo crecían yerbas contrarias. Tampoco se daba cuenta que ella comenzaba a envejecer convertida en una esclava de sus propias ambiciones aumentadas en crueldad y en falta de sentimientos.
Pocho frisaba los cincuenta años cuando conoció a doña Flor, una cuarentona viuda de mirada huraña que se había divertido y carcajeado a mandíbula abierta con sus gracias y payasadas en una fiesta infantil organizada por ella. Fue en esa fiesta que, sin darse maña ni hacerse el vivaracho, empezó a trabajar para ella. Sus chistes, sus indirectas, sus saltos arriesgados, todo lo que él hacía, estaban destinados a encender el rostro de esa mujer que lo aplaudía sin ambages. Nunca antes había mirado a firme a mujer alguna. Si tuvo aventuras, no pasaron de simples flirteos que se apagaron de inmediato por la influencia materna. Su dependencia era total, al extremo que los pequeños dineros que cobraba por hacer reír, directo pasaban a las arcas de doña Elvira.
Y desde entonces, Pocho, sintió una imperiosa necesidad de vivir. El mismo se desconocía. Se levantaba temprano, se bañaba, reclamaba a su madre una vestimenta más adecuada y ésta, no alcanzaba a comprender la trsnformaciòn que iba experimentando su hijo. Todos los días pasaba por la casa de doña Flor, siempre buscando un pretexto para saludarla y decirle algo. La viuda tampoco se hacia la desentendida y hasta un cafecito caliente le invitaba de acuerdo con la ocasión.
Hasta que una mañana de aquellas, Pocho se despertó con unos tremendos golpes en su puerta. Como era natural, la madre brillaba por su ausencia, porque, cada vez más hincada por el amor al dinero y en audaz arremetida de soberbia y avaricia, consideraba que arreglando con flores la Iglesia de San Francisco de Asís, conseguiría el perdón que no pudo encontrar en la capilla de su barrio. Brutal contradicción. Qué diría de esto “Il Poverello”.
Pocho se estiró como gato hambriento y bostezando su interrumpido sueño gritó desde su cama
--¡¡Quién!!
--Soy yo, don Pocho, Flor Ibáñez
El hombre sintió volteretazas en el corazón. Totalmente confundido atinó apenas a decir:
--¡Doña Flor! Por favor espèreme un tantito. Tardo un segundo.
Sin darse ninguna tregua ni pausa, se arregló como pudo y salió a ver a su amada.
--Perdone doña Flor que la atienda en esta traza y disculpe usted también por recibirla en la puerta. Mi madre no está y…como usted sabe…
--No, no se preocupe don Pocho. Yo vengo urgente porque necesito de su ayuda. Me han dicho que usted sabe…que usted conoce… a una persona que me pueda prestar un dinero urgente. Yo tengo para empeñar cualquier cosa y estoy dispuesta a todo por conseguirlo. Es de vida o muerte. Por favor don Pocho ¿usted me puede ayudar?
-“Pase por favor, doña Flor, tenemos que charlar....Le explicaré”. Tímidamente la mujer ingresó. Quedaron frente a frente. Se miraron. Pocho no sólo sentía ternura, también pasión No hubo necesidad de palabras. Algo en el interior de ambos comenzó a unirse rápidamente por la potencia del amor. Y en Flor explotaba lo que tenía escondido.
Se tomaron de la mano. Parados, se recorrieron los cuerpos conociéndose enteritos. Sus bocas calientes y labios inflamados se fundieron en unidad. La pasión y el amor, ya en la cama, florecía como una magnolia grande y fragante. Dos en uno. Y uno en dos. Por fin Pocho era libre, y Flor se había reencontrado a sí misma, tras largos años de soledad.
Enfrente de la cama estaba doña Elvira. Un odio tumultuoso chorreaba de sus ojos. Jamás esperó traición semejante del hijo de sus entrañas y no pudo resistir que mujer alguna le arranchara de ese modo el puesto que lo tenia ganado desde el vientre. Abrió la cartera, sacó el revolver y descargó su odio mortal apretando el gatillo. Los dos disparos salieron secos y certeros. El Amor y la Muerte se juntaron en esa habitación donde se había anidado sólo avaricia y maldad. Afuera, llovía intensamente.
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