Era una noche lluviosa. En la penumbra del cuarto, Víctor estaba recostado sobre la cabecera de su cama esperando anhelante que Natalie llegara de su clase de violoncello. Las gotas golpeaban contra el vidrio de la ventana produciendo un sonido sordo y constante que lo arrullaron como una suave canción de cuna.
De pronto la puerta se abrió, Víctor entreabrió sus ojos lentamente y en la semioscuridad pudo reconocer, gracias a la tenue luz de la lámpara de opalina que estaba a la entrada del apartamento, los turgentes y enhiestos pechos que se translucían en la blusa de seda roja mojada de su amada que se acercaban.
Un tibio cosquilleo recorrió sus venas. Sus labios se humedecieron con el contacto de la lengua recorriéndolos de un lado a otro y sus fuertes manos se inquietaron estrujando la sábana. Ardía en deseos de acercarse a esos pezones para besarlos y acariciarlos. Esos pechos lo llamaban en silencio. Impaciente, nervioso, su mórbido sexo luchaba por lograr el estado de turgencia tan real en su pensamiento, pero sólo en su pensamiento...