He visto esos deplorables viejos de pascua, con sus barbas de algodón y trajes con relleno muy poco disimulado. Los niños los miran con sospecha, es demasiado evidente el engaño para estos enanitos de mente desenvuelta y, como señal de descontento, comienzan a refunfuñar. Pero, pronto, y a pesar de todo, se dan cuenta que, aún sofisticado y burdo, el pascuero ese, aún puede servirles de puente para expresar sus deseos. Intuyen que, después de todo, sus padres tienen que ver en este asunto. Firmado el armisticio con sus cortas dudas, hasta se animan a besar al hombre de postizos blancos, por lo general un tipo joven sudoroso, a causa de la canícula veraniega y que balbucea como un idiota, por no tener claro que decirles a esos niños que no son suyos.
Mi hijo me cuenta que nunca se tragó el artilugio del viejo de pascua. Le resultaba insólito creer que alguien que vive tan lejos de todos nosotros, se diera a la tarea de repartirles juguetes y alegría a la totalidad de niños del mundo. –Ni Farkas podría- opina ahora. Con su mente de ingeniero en ciernes, hizo los cálculos de rigor y los números no le cuadraron bajo ningún concepto. Nosotros, sus padres, siempre creímos en su inocencia obsecuente y él, nada de tonto, jamás nos confesó sus dudas, recibiendo sus regalos y lucrando con esta mentira vernacular.
Existen respetables ancianos que cultivan luengas y legítimas barbas blancas, de manera tal que casi siempre son contratados para la época navideña. Son viejos pascueros muy cercanos al de la leyenda, pero en sus rostros se retrata la ironía, los cuestionamientos propios de un hombre que las ha sufrido todas y al que nada lo sorprende. Hasta un gesto de crueldad he podido atisbar tras sus facciones desdibujadas, un algo de rebeldía brilla en cada uno de sus ojillos picarones. Pero los niños, obnubilados con esta opulenta catarata de luces y colores, se acomodan en el regazo de estos viejos pascueros casi reales y piden y sueñan con hermosos regalos, sin intuir siquiera que el viejo aquel, después de su labor, volverá a sus vicios de hombre experimentado, un ser maldiciente que, ni con mucho, creería alguna vez en el viejo boreal aquel.
He visto a unos viejos pascueros lánguidos, de aspecto mortecino. Sus barbas se las pegotean con scotch y cola fría y aún así, parecieran bailar en sus rostros macilentos. Son viejos muy ad hoc para enviarlos a Somalía y Haití y de este modo, no ofender con falsa opulencia a esos niños hambrientos, a los que un buen regalo de pascua debe ser un plato de comida caliente.
Una vez, fallándome un gordito a última hora para representar el papel de Santa Claus, lo reemplacé por una jovenzuela que se ofreció gentilmente y que les entregaría sus regalos a los niños, mientras yo los fotografiaba. Debo reconocer que nunca antes había visto a un Santa Claus más coqueto y amanerado. Los papás de los menores, cataron muy bien las formas mujeriles detrás de aquel grueso ropaje y fueron muy gentiles con la linda chica. Fue muy sui géneris la navidad aquella, con una "viejita pascuera" que destrozó muchos corazones.
De este modo, intento rescatar vivencias y postales de un personaje legendario, que suena tan real cuando una nieve ilusoria cubre las calles de nuestro Santiago y caminamos ateridos de un frío adoptado de las estepas escandinavas, mientras el calor falsifica todas nuestras ensoñaciones…
|