Fuera cae la noche y la oscuridad lo cubre todo. El cielo se va tornando cada vez más negro, exactamente igual que mi vida algunos meses después de haberme atado a ti, de renunciar a mi independencia, a mis sueños, a mis pensamientos y deseos.
Tomaste mi existencia en tus manos y la sometiste. Lograste ocupar todos y cada uno de los huecos de mi mente, inmiscuirte en todos los aspectos de mi vida, hacer que dependiese de ti en todos los sentidos. Sin que me diese cuenta me apartaste de mis metas, me alejaste de los míos y cuando abrí los ojos descubrí que ya sólo me quedabas tú. Y ya no pude hacer nada. No pude dar marcha atrás y cambiar el rumbo de mis pasos. Tuve que conformarme con lo que tú tuviste a bien concederme, que no fue mucho. Pero, aún así, para ti no fue bastante y no paraste hasta terminar de hundirme. Me acusaste sin razón, sin pruebas y sin ni siquiera darme la oportunidad de defenderme. Me crucificaste sin remedio por tus estúpidos e injustificados celos. Me pegaste, me vejaste, me humillaste pero no fue suficiente. Me acusaste de no amarte, de no respetarte, de no obedecerte. Me dijiste que toda la culpa era mía y yo te creí porque, al fin y al cabo, eso era ya lo único que quedaba de mi: tú.