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Antes de medianoche

Todos llevamos una cruz. Al final tenía razón Chiche con ese latiguillo que nos hacia quedar en silencio, bajar la cabeza, evitar mirarnos para no largar la risa. Porque cada vez que alguien contaba alguna desgracia, un problema de trabajo de esos que te hacen salir hemorroides o sencillamente el frío en la espalda que produce el resumen de la tarjeta de crédito después de las Fiestas, nuestro común amigo Chiche, el Gordo Chiche, espetaba aquel mensaje resignado con olor a mal de muchos consuelo de tontos, estirando los brazos a modo de desperezo existencial como si él fuera quién para entender la ingratitud de la vida.
Justo el Gordo Chiche, especialista en pasar por el ovillo sin tocar el hilo, tipo al que ni el viento de Bahía Blanca pudo hacer apurar el paso cuando tuvo que hacer la colimba en la base de Puerto Belgrano. Conocedor hasta en los detalles más insignificantes de todas las cosas que jamás se arremangó para hacer y por eso mismo, empecinamiento de charlatán, discutidor paciente con alma de experto.
Y lo que más bronca me daba, no sé a los demás con los que nos juntábamos a tomar un cafecito los sábados al mediodía después de la paliza semanal de obligaciones laborales, mandados con hijos, discusiones matrimoniales, era que el Gordo estaba orgulloso de su impecable pereza. Me vino a la mente la palabra elegancia, lo que son las cosas, porque el tipo era -en realidad es, pues goza de la inmortalidad de los atorrantes-, un exquisito, un haragán fino, precisamente. Porque esa fatuidad, que como toda demostración exagerada irrita, opacaba apenas su simpatía europea de tipo recién incorporado al día a la hora en que el resto de los mortales está listo para irse a la cama otra vez.
Hasta la jugaba de alma sensible, ¿pueden creer? Virgen de arrugas, cualquier pequeña contrariedad doméstica que alguno de nosotros le contara al pasar era motivo para expresar una preocupación, tan aparentemente intensa como fugaz, capaz de activar cantidad de preguntas minuciosas sobre el problema, dignas de quién tiene la mente despejada.
A medida que pasó el tiempo, debo reconocer que verlo aparecer me daba cierta paz, ¿es raro no? Una especie de absurda tranquilidad, de saber que alguna vez, si la angustia me devoraba del todo, yo también podría ser como él: tirar los remos y dejarme llevar por la corriente ¡Qué pavada!
Harto de amarguras, nunca quise averiguar cómo hacía para vestirse con ropa cara, pero alguna vez lo detecté en la cola del banco con la que supongo era su madre pensionada. Claro, después de aquél viernes trascendió lo del juego y, la verdad, no me sorprendió tanto su vicio como saber que era diestro en algo. A la gente nunca se la termina de conocer a fondo.
Chiche frecuentaba las clandestinas reuniones de jueves en el Club Hispano, batallas de póker por donde alguna vez anduvo el Naipe Ludueña, que en paz descanse. Mediante argucias jamás advertidas, el Gordo adormilaba la tensión y de pronto su derecha bajaba las barajas decisivas con displicencia de torero. Finalmente las madrugadas lo veían preparar el famoso guiso de lentejas para reconciliarse con todos los participantes de la faena nocturna. Así conoció a Diana: baja, treintañera, de las que saben cómo lucir un vestido color desilusión. Le ganó una buena cantidad, disfrutó de la sobremesa sin rencores, y escuchó con interés la voz de aquella donna:
-Tenés la suerte de los vividores. Apuesto una cuenta bancaria para vivir de rentas contra tu brazo matador, a que no sos capaz de terminar el día que recién empieza sin pedir nada.
Entre las risotadas provocadoras el Gordo midió su ambición y aceptó el desafío. Trató de imaginar cómo la misteriosa mujer iba a controlarlo. Ella se limitó a sonreír. Ya en su casa, Chiche borró el viernes de su inexistente agenda. Durmió con calma de bebé hasta las once de la noche. Entonces se dio un buen baño y a eso de las doce menos veinte llegó al Club Hispano. Allí estaban sus habituales derrotados y Diana: pantalones, camisa anudada en la cintura, sin ropa interior visible.
-Vamos a mi casa, -propuso el Gaucho Marosca-, apenas den las doce festejamos a lo grande. Al Mondeo lo conducía el anfitrión y Chiche tomaba aire apoyado en la ventanilla abierta. Atrás, el Célica rojo furia de la tal Diana y después los de siempre repartidos en dos coches como melones en carro. Salieron a la ruta. Faltando cinco minutos para la medianoche, Marosca aceleró a fondo, intentó pasar a un camión de hacienda, sin ver a otro que venía de frente con rollos de papel. Pasó entre los dos, perdió los espejos, pero nunca supuso que iba a escuchar semejante grito. El Gordo Chiche se tiró del auto. Manchas de sangre tapizaron la noche. Su brazo derecho quedó molido por ruedas de camiones.
En ese momento sonaron las doce desde una radio inmutable. La mujer, abriendo la desesperación general con calma pálida, hizo como pudo un torniquete con su propia camisa en el miembro lacerado, sin preocuparse por sus desnudos pechos en flor. Ya erguida, se dirigió a los acompañantes:
-Al Hospital, antes de que sea peor.
Los autos se dispersaron en el vapor de sus escapes.
Diana también.

Texto agregado el 18-12-2009, y leído por 164 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
03-01-2010 Tremendo el retrato a fondo del Chiche, y mas tremendo el final. Un acierto. Me encanto el tono y el ritmo del relato. Mis felicitaciones. preludio
 
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