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LA AVENTURA DEL PRESIDENTE

Por Nadim Marmolejo Sevilla



—No pasó nada —dijo el presidente sin detenerse ante los incontables periodistas que lo aguardaban ansiosos de una declaración suya acerca del suceso. Hacia el atardecer una enorme manta blanquecina de garzas ribereñas había literalmente tapado el aeropuerto, y con esa inesperada dificultad el avión presidencial tuvo que aterrizar. A esa hora el personal en tierra se sacudía de la modorra que le había dejado el caluroso día y del hastío propio de la expectación creada alrededor de la ilustre visita.

El presidente, con el rostro aún empalidecido, casi etéreo al ojo humano, que delataba con creces el pánico sufrido, se zambulló en la camioneta blindada que lo aguardaba para llevarlo al hotel, lo mismo que entra un cocodrilo espantado a su estanque. De una sola mirada dio a entender al conductor que arrancara enseguida. Junto al vidrio de la portezuela, que entreabrió para recibir la brisa marina, se aflojó la corbata azul y desabotonó la camisa blanca que le dejó al descubierto la concavidad que forman la unión de las clavículas y el esternón por donde se le quería saltar en pedazos el corazón.
En dos ocasiones, casi seguidas, suspiró como si le faltara aire en los pulmones mas no consiguió restablecer la normalidad de su respiración arenosa, ya, como quería, ni apaciguar el temblor que le recorría el cuerpo entero. El conductor desde su puesto le extendió la botella de agua que le tenía reservada, pero él no la quiso recibir para no revelar su crítica situación cuando estirara el brazo para cogerla. Temía delatar su convulso estado. De todas maneras, y sin darse cuenta, a poco se tranquilizó y se quedó sumido en el repaso de lo que acababa de acontecer y no escuchó la voz de uno de los escoltas de la caravana, que iba en motocicleta, cuando le gritó que cerrara la ventanilla pues se estaba exponiendo mucho.

En cambio si oyó, unos minutos después, las primeras noticias de la radio que daban cuenta de lo cerca que estuvo de la tragedia, ya que su avión pudo ser derribado por las garzas que terminaron estrelladas contra el fuselaje durante el penoso descenso, y eso le impactó de tal modo que no logró contener volverse a poner pálido, como si estuviera ocurriendo de nuevo el incidente. La reseña periodística de la radio destacó la pavura que exteriorizó la comitiva oficial, la sapiencia del piloto militar para superar la convulsión, y el falso gesto de serenidad e imperturbabilidad que tuvo que conservar él durante aquella circunstancia adversa para no dar mal ejemplo.
—Es un hombre valiente —comentaron los primeros entrevistados. Y quedó contento con tal referencia pues dejaba a salvo toda su prestancia. Incluso sonrió al poco rato cuando supo que la gente ya hablaba en la calle que el feliz desenlace que tuvo aquel evento era un claro vaticinio de que el presidente no se iba a morir por ahora.
Finalizado el traslado, a través de una ciudad impregnada de los malos olores provenientes de la putrefacción de las lagunas vencidas por la devastación ecológica, se reacomodó la corbata y la camisa. Descendió del vehículo de un salto, cruzó el umbral de la puerta arqueada, y se introdujo en el hotel con la premura de un felino, sin darle importancia a la pomposa ceremonia de recepción que le tenían preparada las autoridades locales. Ya en la habitación se metió de inmediato a la ducha y no salió hasta que hubo restablecido por completo esa serenidad del cuerpo y del alma que le arrebató el percance aeronáutico. Al salir, ya con su semblante natural y una sosegada expresión de sus facciones sobresalientes, recibió a su séquito para despachar los asuntos de Estado pendientes de su visto bueno.
—Qué es esta cantidad de papeles, carajo —se quejó cuando vio el montón de folios que le acercaron para que firmara, cuando lo que esperaban todos era que se refiriera al acontecimiento reciente.
—Nada hay más difícil de contar que los sustos propios —justificaron los asistentes luego.

El hotel, cuyo aspecto exterior era parecido al de un viejo baluarte, yacía solitario a la orilla de la bahía. Y las estrictas medidas de protección que había instaurado las huestes oficiales hacían más cruda su desolación. Sólo era perceptible el rumor alegre de la floresta costanera, compuesta principalmente por cocoteros y los árboles de la fruta del pan, acariciada por los Alisios. Desde el jardín, que se podía recorrer por senderos de piedrecillas negras y castañas que suenan como cascabeles de mercado persa cuando las pisan, era visible la postal resplandeciente de la ciudad moderna -disminuida por la distancia- flotando en la superficie de la rada. Hacia allá estaba mirando el presidente por la ventana de su cuarto cuando lo volvió a atrapar el recuerdo del horror vivido. Pero el timbre oportuno del teléfono de la habitación lo arrancó de aquellas garras de un solo envión.

—No estoy para nadie —se precipitó a decirle a la recepcionista tan pronto la escuchó mencionar que alguien lo solicitaba, creyendo que se trataba de algún reportero en busca de una entrevista. Pero al ser informado por la operadora que se trataba de un amigo suyo, aceptó que le pasara la llamada. Y, espontáneamente, a él si le refirió con lujo de detalles lo sucedido y al acabar la conversación sintió un descanso tremendo, como si se hubiera despojado de un clavicordio.
—Definitivamente para morir sólo se necesita estar vivo —ironizó su interlocutor antes de colgar, demostrando sus escasos recursos de consolación en aquel tipo de circunstancias, y él sonrió porque al fin y al cabo aquella manida expresión no es más que la simple verdad.

Después se tiró a la cama. A través de los gruesos vidrios de sus lentes husmeó cada centímetro del cielo raso del cuarto sin buscar nada en especial. En su rostro ya se había restaurado totalmente el tono de ají pimentón maduro de sus mejillas, que el miedo a morir pudo decolorar, y sus dos pómulos como nodos en aquella faz de alondra mostraban con claridad otra vez su grosor macizo. Como es su costumbre cada vez que está fuera de la Casa presidencial, le apeteció, antes de que se quedase dormido, tomar un buen trago de whisky.

Como no tenía idea de cuál era el procedimiento para comunicarse con el bar del hotel, fue hasta la puerta y le indicó a los gendarmes que celaban el pasillo que le consiguieran una botella de la marca que fuera, pero ya. No obstante quien llegó corriendo al instante, agarrándose la pistola que traía al cinto con los movimientos formales de la vida militar, fue el coronel Peñafiel. Vino a confirmar que el área estuviera perfectamente custodiada antes de permitir que el personal civil del establecimiento trajera la bebida, pero a cambio de su preocupación justificada, inesperadamente, recibió del presidente una reprimenda que le hizo pensar que aún era presa de los estragos del aparatoso aterrizaje.
—Yo nunca lo había visto así —comentaría horas después a sus allegados.

El coronel Peñafiel es el mismo que lo acompaña desde cuando era un joven de pelo largo y cuerpo tan frágil que no podía con los altanos, que estuvo a su lado cuando probó la marihuana siendo veintenario, que lo salvó de morir arrollado por una ola gigante que se le vino encima la vez primera que su padre – que para entonces ejercía el cargo de senador de la república-, lo trajo al mar, y que lo ha visto tener novias pasajeras y ningún amor verdadero. Además, es el único que no le para bolas a sus explosiones de ánimo ya que siempre ha considerado que aguantárselas hace parte de su trabajo. Por eso corrió sin chistar a ordenar que se cumpliera de inmediato su deseo.

A la velocidad de un rayo, poco después, un joven de ojos de mango biche y sonrisa perfecta, con una piel preciosamente acanelada y brillante, cortado el pelo como los caballeros de antes, nariz recta y labios gruesos, y una expresión de inquietante expectación, tal vez a causa de la responsabilidad que recaía sobre sus hombros, entró a la habitación con una bandeja de plata en las manos adonde traía una botella de Chivas Regal, un vaso de vidrio grueso, una hielera, y una servilleta blanca. Luego de presentar las buenas noches, abrió el frasco con elegancia, escanció parte del contenido hasta donde consideró adecuado, y le preguntó si le agregaba dos o tres cubos de hielo o lo tomaba seco. Pero el presidente dejó al muchacho en libertad de dárselo como quisiera, estaba más interesado en su estampa olímpica, en su garbo enigmático, en sus largos y fornidos brazos de gibón, en la cadencia de su arte para acometer el servicio -que resaltaba la luminosidad de su belleza juvenil-, con un embelesó tan descarado que debió bajar la vista precipitadamente cuando él lo descubrió para evitar delatarse. Durante sus cuarenta y nueve años de vida, ni siquiera la primera vez, ya en el olvido, que creyó estar enamorado, jamás alguien le había producido un arrobamiento tan tremendo que le entumeciera el espinazo desde el cuello hasta el culo.

En forma extraña se le desató un deseo irrefrenable de acariciar las manos del joven cuando se las extendió para entregarle el trago, deslizó suavemente sus dedos sobre los de él, como adentrándose en un piélago incierto, le sobó las vellosidades de sus muñecas, y lo atrajo hacia su humanidad con el escrúpulo de un galán de cine pues no supo dominarse lo suficiente para renunciar a la dicha de sentirlo cerquita. Y el camarero, aunque profundamente sorprendido, no opuso ninguna resistencia a la tentación de la que era objeto. En un santiamén dieron rienda suelta a la curiosidad afanosa que sobrevino a cada uno de sus cuerpos. De la angustia de sentir la muerte cerca, el presidente pasó al deleite de la carne sedienta de fuego como la hierba seca. Ninguno de los dos le dio importancia al grande riesgo que corrían de ser sorprendidos por alguien que entrara de repente. Por el contrario, era tan arrolladora la apetencia de poseerse entrambos, que el peligro de caer in fraganti acabó siendo un ingrediente ardoroso que contribuyó al delirio sideral que al final experimentaron, como jamás habían sentido en sus dispares vidas.

Justo al término de aquel erótico aluvión, el presidente, aún sobreexcitado fue sacudido por un súbito zarpazo de la sensatez y le exigió a su amante fortuito que se marchara con prontitud. Él, en contraste, se introdujo en el baño y frente al espejo vio en su rostro bañado en sudor la complacencia por lo acontecido y el fin de muchos años de cobardía y pudor que lo iban arrastrando hacia el limen de la vejez más amarga.
—Si lo hubiera planeado no habría salido tan bien —murmuró mientras retiraba los lentes de sus ojos, que fue lo único que conservó encima durante el acto, y volvió a la ducha.

El camarero, por su lado, todavía sin asimilar bien lo que había vivido, conciente de que no fue otro de los sueños libidinosos que siempre lo abordan en la madrugada, cerró la puerta con sigilo y esquivó la mirada acuciosa de los guardias que lo repararon de pies a cabeza. Bajó las escaleras que lo separaban de la taberna con una sonrisa fulgurante que perduraría hasta el día siguiente. Se sentía enormemente feliz. Durante tantos años había soñado y ansiado un momento así, que aquel encuentro aún le parecía increíble. Ya nada ni nadie le quitarían aquella experiencia, aquel primer fuego que acabó con el bosque de dogmas que le habían impedido ser como es. Y cuando uno de sus compañeros del bar indagó sobre la causa de su contento satisfizo su curiosidad diciéndole que no es el arrojo el que nos alienta a dar el primer paso sino el azar, pero el amigo puso cara de no entender nada.
—Yo me entiendo —le dijo entonces para no comprometerse con explicaciones que además no quería dar.

En la pantalla del televisor, que el presidente prendió luego de asearse de nuevo por entero, vio la imagen nítida del avión presidencial, magullado y pringado de sangre, que era mostrado por el noticiario de la noche y escuchó los testimonios de algunos pescadores que fueron testigos oculares del hecho. Quiso llamar a su secretario de prensa para que desmintiera lo de la posibilidad de que él hubiera sufrido algún daño físico que incluyó el informe, pero se arrepintió cuando iba a la mitad de la marcación del número de su celular. Luego eligió ir al balcón que da hacia la zona de los bañistas y se topó con la pestilencia que emanaba de las algas podridas que como un enorme mostacho orlaban la playa colindante. Pero no le puso cuidado. Era como si anduviera en otro mundo, de la mano de algún extraterrestre que se lo hubiera llevado a navegar por el Universo; lucía radiante. Y empezó a dar vueltas en el sitio, como si ningún área le pareciera cómoda para estarse quieto, disfrutando el regodeo que le producía haber dado con el placer que durante tanto tiempo le había negado la vida, como si hubiera descubierto el mismísimo Edén.

Debido a que no portaba los anteojos que usa en todo momento y en todo lugar, tal cual sucede desde que alcanzó el primer quinquenio de su vida, ya que los dejó olvidados en el baño, no se percató bien de la aglomeración de gente que había suscitado su presencia allí, aunque si alcanzaba a notar los flashes de los fotógrafos acreditados para la ocasión cuando disparaban sus cámaras para retratarlo. Y con tal de facilitarles el trabajo determinó quedarse estático y permanecer a merced de ellos el tiempo que quiso. Aquel arranque de vanidad sorprendió a muchos. Luego se fue a la cama.

Antes de dormir se le dio por volver a encender la televisión, no para saber qué más decían sobre él sino tras algún programa de interés particular, pero no halló nada apropiado y lo apagó desde el botón del control en su mano. Fumó entonces a chupadas anhelantes un habano que extrajo del estuche plateado que porta siempre y bebió, saboreando cada sorbo, el trago de whisky que abandonó para darle rienda suelta al impulso de la libido. Luego se quedó con la vista hacia el techo tratando de romper la oscuridad que sobrevino al apagar las bombillas, sin un solo pensamiento en relación con los dos últimos acontecimientos tan disímiles que irrumpieron hoy en su existencia, más bien como si estuviera bajo una sobredosis alucinógena, hasta que el sueño, tal como llena el agua un cántaro, ocupó su gruesa humanidad y desencadenó el cierre de sus pupilas sin que se diera cuenta.

El alarido del teléfono de la habitación lo despertó abruptamente bien temprano en la mañana. Al otro lado de la línea no habló la chica de la recepción del hotel, como supuso, sino el coronel Peñafiel. La voz del hombre era tranquila y respetuosa, y le notificó que era solicitado por unos periodistas del extranjero que pretendían hablar con él. Pero se negó para ese momento y a cambio mandó a decirles que los vería en la rueda de prensa que estaba programada al término del certamen. Y cuando, más tarde, su vientre orondo apareció en el umbral de la puerta del grande salón donde le aguardaban, un sonoro aplauso con el cual todo el mundo celebraba que estuviera vivo lo tomó por sorpresa. Y en la larga mesa principal recibió el abrazo de quienes estaban en ella. Sin embargo, la sonrisa inusual que no se cansaba de exponer, el tratamiento afable con que atendía a los que se le acercaban, y la deferencia que mostró a los periodistas que había desairado en el aeropuerto, no se debía a la placidez lógica que conlleva la condición de sobreviviente sino a lo afortunado que se consideraba por haber hecho aquel viaje.
—Tuvo usted mucha suerte, presidente —le susurró al oído el hombre, que no reconoció en el instante sino después, que ocupaba el asiento a su derecha.
—Este viaje ha sido una verdadera aventura —señaló él, no pensando en lo que le ocurrió en el aire, que era a lo que se refería su contertulio, sino en lo que había pasado en la habitación.
El camarero, que no perdía de vista los movimientos del presidente, se acercó a él al cabo de un cuarto de hora a poner agua en su vaso.
—¿Puedo buscarlo más tarde? —aprovechó para preguntarle en voz sumamente baja.
—No, no. Puedes complicarlo todo —se apresuró a responder el presidente.
El muchacho encontró en aquellas palabras un dejo de duda más no de certeza. Entonces sonrió espontáneamente y se arriesgó a bromear.
—Si se volteó el Titanic… —alcanzó a decir antes de notar que el presidente se había puesto muy serio.
—Se lo digo de una forma cariñosa, no hay duda que… —logró expresar enseguida, casi temblándole la voz, previo a observar la sonrisa que ahora salía del presidente.
Pero así quedaron las cosas, ya que el presidente tuvo que marcharse de modo precipitado. Debió tomar el avión antes del atardecer, por el temor a que las garzas volvieran a atravesársele en el camino.

FIN.

Texto agregado el 18-12-2009, y leído por 128 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-01-2010 Largo pero muy interesante ***** monet
18-12-2009 Un cuento muy bien escrito donde el presidente enfrenta de golpe el misterio de la muerte y del amor prohibido. Saludos. Gatocteles
 
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