Un calor intenso sentía dentro suyo, no sabía de dónde exactamente pero estaba seguro que así fue desde el principio de los tiempos. Hacía tiempo que se venía percatando de ese movimiento pero nunca había sentido la quemazón tan fuerte. Por un instante se sintió el planeta que lo vio nacer, por un instante dejó de ser y se derritió, se desvaneció en los brazos ardientes de ser si mismo y al mismo tiempo apareció convertido en aquello que siempre había sido, asido a las entrañas de la Tierra, bullendo por salir de aquel escondrijo oscuro al que lo habían confinado, confitado, espeso y viscoso. Los aldeanos, nerviosos enanos, hacían plegarias a la Tierra por calmar al volcán que amenazaba con aplastar y petrificar.
Nunca se había sentido así, es que nunca lo habían tratado así, es que nunca lo habían pillado así. Siempre dormido, echando humo de vez en cuando, cuando lo ocasión lo ameritaba, siempre manso, calmo. Palmo a palmo bajó, se escurrió, algo salió pero con lo frío del ambiente pronto se endureció, se enrudeció. Ahora tenía un brazo de piedra que le dolía, era la prueba del enojo de su dios, era su vida partida en dos, era lo negado de sí, eran los no que no pudo decir…
Era el volcán que por temor a quemar con su interior negó su ardor. Petrificando su expresión. Y ni aunque el mismo lo sabía, los aldeanos lo conocían mejor y sabían que las venas de un volcán no se secan, sólo echa humo hasta que venga la próxima explosión.