Sebastián abrió la puerta y encontró su alcoba como de costumbre. Acomodó prolijamente la ropa y se recostó callado. Antes de la siesta tomaba el libro más antiguo, regalo de su abuelo marinero, y leía. “La mente”, solía decir a sus nietos, “no debe preocuparse en dormir, no hagan eso, deja que te sorprenda”, y agregaba, “la conciencia se entregará plácida al descanso y se librará a lo profundo de no pertenecer a ningún cuerpo”. Así repasaba el texto hasta que caía de sus manos.
Una tarde cualquiera se soñó junto a una selva, marchaba solitario sobre un estrecho sendero, caminaba la distancia de los trópicos sin vacilar, cruzando pequeños arroyos para rodear eternos árboles de flores violáceas. En el centro de esa travesía, un tronco arqueado y rugoso le impedía el paso, era allí cuando despertaba.
Ése era el orden de las cosas para Sebastián.
Siendo un hombre mayor, continuaba trabajando en los jardines que atendía desde hacía mucho tiempo. La dueña de casa lo miró desde la ventana de la cocina y recapacitaba: “Un señor tan grande, expuesto a la intemperie, me dá pena”. Sebastián la identificó de lejos y saludó agitando el brazo, “Una señora tan jóven, encerrada todo el día, que lástima” murmuró, mientras levantó la vista para medir la intensidad del sol.
Dedicado con amor a su tarea, llegó a vislumbrar un mensaje superior compuesto por leyes ancestrales, y determinó, quizás peregrinamente, que cada arbusto, cada injerto en escudete, cada hilera elegida o suelo verificado, constituía una relación directa entre la tierra y las constelaciones, ocultándose así los más colosales, y también más sencillos, secretos del cosmos.
“¿No es el mundo un trozo de estrella apagándose aún?, ¿no dispondrán estas plantas de almas tan generosas que nos alimentan, dan abrigo, sanan enfermedades, y acaso no sustentan hasta nuestras lecturas?”, interrogaba a los niños con pasión.
“Hay una sola energía y un labrador solo honra el mandato de lo perpetuo, lo demás, es el silencio de mi ignorancia”, agregó para sí.
Al mediodía del solsticio, Sebastián retornó a su libro gastado como siempre, el cual se desplomó de sus dedos como ocurría, para volverse a soñar en el estallido fantasmal de su bosque onírico. En esa visión de vegetación y lloviznas recorría su ruta sonámbula, pero esta vez, quizás la única, ninguna rama impedía su paso. Al llegar a un claro se detuvo, raparó en la huella que serpenteaba una pradera hasta un volcán extinguido. Comprendió la misión y comenzó a trepar discerniendo la cima.
Cuando encontraron el otro Sebastián sin vida, junto a la cama, descubrieron extrañados los manuscritos olvidados de la Oceanía, junto al mar de coral y la descripción del rito de la muerte verde transitando el valle sagrado en búsqueda del espíritu favorecido.
Las cenizas fueron esparcidas en el parque más modesto según su pedido. Entonces, en el más absoluto anonimato, aquellas hojas alicaidas de amarilla desesperanza, brotaron por la raíz, por los tallos, en sus estambres y pistilos, y todo ese frágil nutriente permitió reanimar la vigilia del deseo, fue un nexo protector que serenó ese pedacito de vida y que ya estaba contenido en el barro vaporoso desde los albores de la creación.
Ese verano, Sebastián había sembrado prodigiosos bulbos como nunca.
“La existencia, decía, es la infinita voluntad de correspondencias y su delicada fuerza… es insospechada para el hombre”.
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