Cuando se comunicaban por teléfono, no eran las palabras las que predominaban, sino el saber que él se encontraba al otro lado de la línea y que ella aguardaba mansa y expectante. A menudo, no se hablaban y sólo escuchaba cada uno el ruido que el otro producía. De este modo, él se deleitaba con el tecleo nervioso de ella, e imaginaba sus dedos finos trazando la filigrana que producía un escrito. Ella, escuchaba sus rezongos, su tos crónica de fumador empedernido, el chasquido de su boca y su respiración suave.
Se amaban profundamente y por eso, las palabras sobraban, los lugares comunes habían sido demolidos y sólo les bastaba con saberse y amarse. Ella escuchaba una ópera mientras al otro lado de la línea, él chasqueaba los dedos, él la presentía peinándose e intuía el siseo suave que producía el peine al rozar su cabello negro.
Un día de tantos, él le dijo: te amo, preciosa. Y ella, pensando que era una llamada equivocada, cortó. Lo mismo sucedió cuando ella le expresó con voz melodiosa que nada era más importante en su vida que él. El hombre, fuera de sí, sólo dejó el aparato descolgado y bufando como un mamífero enloquecido, salió de su habitación dando un feroz portazo.
Cuando decidieron contraer matrimonio -otro de sus muchos errores- en el momento en que el sacerdote preguntó: ¿deseas a esta mujer como esposa?, él sólo hizo un movimiento afirmativo de cabeza y lo mismo hizo ella al ser interpelada por el santo varón.
Él escribió un libro, en donde exponía que la voz era la causante de todos los yerros de la humanidad. Ambos aprendieron a comunicarse en clave Morse y cuando deseaban conversar después de la cena, el galope de sus dedos sobre la mesa indicaba el fragor de las palabras.
Discutían, discutían mucho, pero se amaban y eso se manifestaba cuando la cabeza de ella se inclinaba en dirección a él, cuando él entrecerraba sus ojos y parecía gesticular una oración, cuando alguna dulce melodía los sumía en éxtasis.
Pero, se separaron, porque su amor era demasiado sublime para adjetivarlo con manifestaciones banales. Porque el contacto de sus cuerpos les dolía y los humillaba. Él partió al extranjero, ella se dedicó a la horticultura. De vez en cuando, sonaba el teléfono y al otro lado se escuchaba una respiración fatigosa. Entonces ella, sumida en la melancolía, musitaba suavemente: -Yo también te amo, vida mía…
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