Viajar a través del país siempre es emocionante.

Recuerdo un fascinante viaje a una selvática y húmeda tierra. A penas tuve tiempo de empacar un par de maletas con ropa elemental y artículos personales, -nunca se sabe cuando es necesario estar presentable y aromático frente a alguna situación-, así que tomé esa maderada fragancia tan exquisita que no molesta a nadie cuando la uso.
Salí de la Ciudad de México una calurosa tarde. Tomé un autobús en la terminal del Norte hacia Papantla. Si viajase ahora hacia allá mismo, con la construcción de tantas nuevas pistas y caminos, fácilmente haría la mitad del tiempo que aquella vez hice.
Luego de un cansado viaje directo de casi siete horas, en un asiento de la línea ADO realmente incómodo, llegué a ese lugar aún con luz de día y aún fresco, -a pesar del deshidratante calor que aplastaba la tierra veracruzana en esos días-. Apresuradamente abordé un transporte que me llevó a ese paraíso lleno de misticismo e historia únicos. Tuve una increíble vista hacia el oeste, contemple el ocaso más hermoso de aquellos días; estaba en El Tajín.

La arqueología del Tajin es increible. Su raiz desde la cultura Totonaca tiene como significado; El Dios Del Trueno. El sitio está lleno de muchas ruinas fascinantes y misteriosas. En los tiempos antiguos de las culturas prehispánicas en México, la influencia cultural del Tajín abrazó a todo lo largo del Golfo de México y hasta el centro del país. Este paraíso ha sobrevivido casi intacto. Si regresase a ahí mismo, hallaría siempre nuevas actividades cada vez. Andar por ese lugar es contemplar solo una pieza de la eternidad. Jamás dejaría de recorrerlo sin asombrarme.
Cuando me detuve a mirar la explanada ceremonial del juego de pelota, me senté en aquel sagrado emplazamiento cubierto por abundante herbaje casi en su totalidad. Empecé a imaginar como era la fuerza de aquella raza para lograr las metas del juego… Y después tener el honor como ganadores de ser sacrificados para sus dioses. En ese momento de ensueños reflexivos, iluminada por la intensa luz de la luna, una formidable silueta perfecta a contraluz de una hermosa doncella habitante de algún pueblo aledaño, me miró y preguntó mi procedencia. Con gran entusiasmo en mi rostro la miré y le pedí un breve paseo guiado. Visitamos los alrededores. Presenciamos en Papantla el famoso e increíble vuelo de los cuatro valientes voladores.

Jamás conocí una hembra tan sabia y tan exquisita como aquella.
En el centro del pueblo, nos detuvimos en una cantina. Cantamos y bebimos toda la noche. Luego buscamos un refugio para desencadenar la pasión que habíamos creado.

Desperté en un hostal de paso con una enorme sonrisa a pesar de que tenía mareos y náuseas. La cabeza me giraba tan fuerte, que sentía que podría volar también. Ahí estaba, envuelto en una terrible cruda. Pero nada de ello me arrebató la alegría de la experiencia que viví.
Hasta que noté que mi lozana guía ya no estaba en la habitación.

Bajé en seguida para preguntarle al encargado del hotel sobre la dama que entró conmigo la noche anterior pero me dijo que no vió a nadie junto a mí. Desconcertado fui a la cantina que visitamos y le pregunté al cantinero y a los meseros. Nadie me había visto acompañado esa noche. -¿Cómo puede ser posible?-, me pregunté.

Un anciano que aún bebía a medio día sentado en una mesa al fondo del lugar, con señas me llamó y me contó:
“Escuche joven: existen espíritus totonacas que acompañan a los extranjeros en este sitio cuando se sienten atraídos por el aroma humano, pero cuando te acompañan, nadie más puede verlos…”

Entonces salí del lugar, tomé mi equipaje y me perfumé.
Tomé el siguiente camión al sureste de la República y continué con mi viaje.