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Los bigotes mexicanos más machos de la sierra madre oriental se jactaban de haber estado inundados de tequila más veces que ninguno. Espero que se haya entendido que realmente no eran los bigotes los que se jactaban sino que el mexicanote que se los arreglaba tan machamente.
El capataz Martínez era un hombre bonachón y colorado, callado y rechoncho, bruto y de nariz redonda e hinchada. Llevaba siempre sombrero. Tomaba tequila como agua y vino como jugo, comía chile como chocolate y se rascaba la espalda con su escopeta de doble cañón.
Un día volvía, como siempre, con dos botellas de tequila en cada mano a medio tomar y viendo doble dos veces al mismo tiempo de su cantina favorita y la única cantina de Ciudad Mayor, que más bien era un pueblo menor, hizo también lo que hacía siempre antes de acostarse: Terminó de un sorbo cada pack de dos botellas y, a pesar de su borrachera, las acomodó en línea recta sobre una roca casi plana para, como siempre, reventar cada una de un escopetazo. Era un escenario realmente triste, un campo de exterminio de botellas de tequila. Luego fue al establo que era lo que más cercano tenía con la intención de echarse a dormir. No tuvo inconvenientes.
El capataz Martínez despertó confundido en el bar. Desde hace tiempo que se sentía así. El capataz Martínez de pronto notó algo extraño, estaba detrás de la barra y su ángulo de visión era bastante peculiar. Además su mirar era extraño, tenía un mirar quizás demasiado panorámico. Se sentía rígido o más bien no se sentía. El capataz Martínez se llevó una sorpresa mayor cuando vio entrar a la cantina un hombre con una escopeta de dos cañones, una nariz redonda y colorada y un sombrero grande.
Póngame dos tequilas. El cantinero obedeció sin chistar. En un dos por tres el capataz Martínez estaba a 5 centímetros de la mano derecha del rechoncho y colorado hombre con sombrero. Mentiría si definiera de alguna forma la distancia temporal entre los acontecimientos a continuación porque la línea temporal se curvó hasta encontrarse a sí misma justo cuando el capataz Martínez besó al dueño de la escopeta.
El capataz Martínez estaba parado frente a su verdugo mirándolo a los ojos en línea recta junto a otras tres futuras víctimas. Él lo sabía, lo entendió todo, lo que había pasado y lo que pasaría. Los bigotes mexicanos bailaron. Bang. El capataz Martínez se despertó confundido en la cantina.

Texto agregado el 15-12-2009, y leído por 67 visitantes. (1 voto)


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