El loco Juare…
Cuando el cabo Espinoso termino de cursar sus 7 meses de entrenamiento lo designaron a esta pequeña dependencia. Festejó, puesto que su destino se encontraba perdido entre un número impar de provincias en un pueblo de no más de cien habitantes a los que conocería en poco menos de un mes. Qué podría pasar allí que no se solucionara con una amigable copa de grapa o un amable pase de facturas, quien mas, arrojaría gallinas muertas en el patio de su peor enemigo, pero nada mas. Nada de lo que allí sucediera lo privaría de llegar a un pacifico pase a retiro. No.
Espinoso encadenaba sus pensamientos recostado sobre su silla apoyada en dos patas contra la pared de la dependencia frente a la plaza. Mientras remordía la astilla de paja acomodada entre su caries preferida y el recuerdo de la escuela primaria no tan lejana, la siesta se hacia sola.
La polvareda invisible lo balanceaba mágicamente sobre su silla, a veces recostada en la pared, a veces no. Unas pocas cuadras más atrás, caminaba hacia él quien se hundía en el polvo sin intentar cambiar su suerte. Sin dar nada más que los pasos necesarios para avanzar. De a uno. Sin pensar en abandonar su carga en alguna dolorosa genuflexión.
- ... la cuestión es que me decidí a hacerlo, carajo!- Masculló el hombre. Un perro famélico con la frente afiebrada surgió súbitamente del polvo de la calle de tierra apuntándole repetidas veces con el hocico al vaho sanguinolento que el mascullante despedía a su paso. Este cargaba en sus brazos una tonelada de carne muerta envuelta en una sabana blanca manchada de lamparones húmedos. Púrpuras. Se encendían algunos ojos detrás de las cortinas. Unos pocos se animaban a mostrar el nazo fuera del marco.
-Si! mierda... esta no se ríe mas!- susurraba para sí el hombre.
Mientras sopesaba por arriba de su carga si se acercaba o no al destacamento. El perro, hambriento, tironeaba de una punta de la sabana. La tonelada de carne se envolvía en sus brazos tensos, acalambrados. Doblaba por la esquina cuando Espinozo pudo verlo. Y esperó a que la figura borrosa se distinguiera por entero del polvo. Descerrajo el fusil, apuntó a lo que normalmente sería una cabeza.
Fundió los dientes entre si hasta sentir el cartílago del pómulo derecho apretado contra el fusil, confirmo la familiaridad de la figura a la que apuntaba. Y esta se acercaba lentamente, convencida de hacia donde ir. Las sabanas se arrastraban marcando un surco prolijamente zigzagueante sobre la calle que dividía al pueblo. El hombre continuaba su trayecto de manera firme, dando muestras de una fuerza que no le correspondía. Cuando apoyó un pie sobre el primer escalón de la seccional Espinoso se encontraba apostado detrás del tronco de un árbol. Asustado. Apuntando sin ver a quien, o a qué, directamente a lo que sería la sien.
-Tardé un poco, si, pero aquí esta – Esto fue apenas un murmullo, una declaración firmada al pie de los escalones. - Comisario… - Susurró Espinoso. -Silencio!- Dijo el comisario, que, apenas apoyó su carga en el piso, mando a callar al subordinado. Segundos después el loco Pérez advirtió el barullo en la mesa de entrada. Los oficiales, estaban asustados. Desde la última celda del pasillo, algunos detenidos golpeaban las rejas. El loco Juare se contuvo por unos segundos mas, analizando lo que se vendría. Los días que se aproximaban. Algunos aullaban de placer al imaginarlo al comisario entre ellos, compartiendo la celda, la comida, ordenándoles cada pocillo en su lugar, sobándolos de a uno por vez. Otros se limitaban a sonreír, lujuriosos. El loco Juare también.
El Colorado Pirsin... / CAP. 2
Quien diría que una mañana Lucas Pirsin, el colorado para muchos, cobraría tal fama en el pueblo. En las escuelas, en la iglesia, en sobre el final de cada misa, en la puerta misma del cielo abierto frente a la plaza.
Durante mucho tiempo se hablo de manera única y exclusiva del tonto, el bobo, y por ultimo, del desaparecido. Sobre lo sucedido aquella tarde, como de su persona y tan repentina desaparición, se tejieron las versiones más disparatadas y graciosas.
El suceso aquel dibujó un surco en el pueblo separando a quienes lo creían inocente de los que no.
A los que oraban todos los días de los que no. Nada había sido robado, ni un pertrecho, ni una lámpara. Hubo días en los que el parador se transformo en un verdadero infierno de conjeturas y veredictos inobjetables, algunas viudas se lamentaban en una mesa, mientras alguno las miraba y sonreía para si.
El camionero que bebía de un vaso el vino tinto de la casa, masculló entre dientes, sobre el trozo de carne cruda que se retorcía en el plato, que al tipo ese lo vio ruta al norte, unos kilómetros antes de Vicuña Mackena.
Al mismo tiempo, otro, sentado frente al mostrador, parloteaba sobre una supuesta pelea con el mismo personaje pero en La Maruja, otros tantos kilómetros de ahí hacia el este. El de la mesa siguiente se reía por lo bajo mencionando que aquel en realidad estuvo por Serrano.
-Ese!... ese anda por La Zanja! - gritaba un tanto mareado un cuarto hombre. Este se encontraba perdido y completamente borracho, mas tarde lo abandonarían a un costado de la ruta que apunta a Vickuña. Todos aseguraron haberlo visto en la misma noche, sobre la misma hora.
Al igual que todos los vecinos, a la mañana siguiente los camioneros desaparecieron cual Colorado Pirsin, cada uno hacia el destino de sus cargas.
Los estallidos en la madrugada deformaron más que la inmortal y pacifica vida en Huinca Renanco.
El cura del pueblo se preocupo un poco, pero muy poco. De tanto en tanto lanzaba una oración por el alma de aquella oveja perdida, para él, completamente descarriada.
El rastrillaje en las aguas del lago distante unos kilómetros del pueblo corrió por cuenta de unos chicos acalorados y aburridos que aquel diciembre del 95 no tenían mejor cosa que hacer. A orillas del lago se hincaban unas cruces de troncos secos de las que colgaban unos paños blancos, secos.
Las estrellas junto a la sombra / Cap. 3
Lucas pauso su maratónica huida al ver que su figura era dibujada sombría y aletargada sobre el asfalto y que apenas era visible debajo de unas constelaciones graciosas e inquietas. Su sombra se camuflaba con la de los eucaliptos longuilineos y fantasmales junto a la ruta. Para ese tiempo, poco le importaba la dirección que había tomado, en el espacio La Osa Menor corría de un lado a otro bajo la atenta mirada de la Mayor.
Lucas siguió cautivado por el circo celestial desatado en el silencio; jamás pensó que unos kilómetros atrás, las luces anunciaban el principio de su leyenda.
Mientras, dentro del inmenso cuadrado de Pegaso, florecían millones de pequeñas estrellas, para entonces, la Osa mayor había logrado capturar a su traviesa hermana que en sus correrías desviaba cometas apuntándolas directamente al patio interior de Pegaso.
Luego de un profundo suspiro, Lucas lanzo una pequeña carcajada, haciéndose así cómplice de la pequeña Osa. Observó que todo a su alrededor era admirablemente pacifico. Su respiración se mezcló con los sonidos que se desataban detrás la línea desde donde emergía el campo. Devolvió su mirada a la vasto del cielo, sintiéndose pequeño. Aquí, era parte de todo y de nada a la vez. Unas luces violetas surcaban las colinas que había logrado atravesar.
Decidió que aun no era tiempo de facilidades arrojándose sobre unos pastizales. Sobre ellos, esperaría a que el camión desvencijado y somnoliento navegara sobre la próxima elevación para marchar nuevamente bajo la noche que lo cobijaría por otro buen tramo.
Recostado entre los matorrales observó que la menor de las osas se había escapado, esta vez, la veía enredando la cabellera de Berenice. Sonreía, el viento se enredaba sobre su rostro mientras el camión lo sobrepasaba lentamente. De los esteros rayanos surgía una variada gama de sobrecogedores sonidos, pero a esa hora, ya nada podría asustarlo, un rato antes estuvo conversando amigablemente con la muerte y esta lo había dejado partir con la promesa de una próxima cita.
Recordó el momento en que las llaves comenzaron a hurgar en el cerrojo y el picaporte se torcía espaciosamente hasta darle paso a una brisa transpirada. Recordó los ojos abiertos y brillantes en la oscuridad de la mujer arrodillada frente a el. Surcó el tiempo para sus adentros y encontró que nada de lo vivido lo ligaba al pueblo.
De pronto, la mayor de las osas le guiño un ojo, la menor le lanzo una mirada tierna, esta se encontraba retozando boca abajo, y las dos al mismo tiempo extendieron sus brillantes garras invitándolo a subir hasta ellas para jugar. Despertó casi sobre el amanecer. Luego de un buen par de bostezos reconoció el camino que había tomado en su huida. Este lo encaminaba al pueblo de Vicuña Mackena, desde ahí podría desviarse hacia cualquier punto.
A su llegada al pueblo se interpuso una jauría de perros liderada por un viejo ovejero alemán, quien comenzó un discurso de gruñidos amenazantes bastante cerca de sus tobillos. Ante la inminencia del ataque. El Colorado se dispuso a la lucha. Sorteó al primero, y a otros dos más pequeños que lo acechaban por detrás, el cuarto logró arrancarle un trozo de zapato, los restantes se le arrimaban por los lados. La lucha era despareja, luego de varios tarascones, calzó de una patada en las costillas al ovejero quien era el más osado, los demás recularon automática e instintivamente. Así se gano el derecho a cruzar aquel pueblo desarmado entre los vientos de una pampa seca. Los ladridos que precedieron su paso por el pueblo anunciaban con cierta ira y resentimiento quien reinaba en esa madrugada. A los habitantes de aquello tan silencioso la lucha no había logrado sacarlos de su letargo.
Llegó al cruce de rutas donde habitualmente se estacionaban camioneros en general perdidos. Caminó hasta los que se encontraban alrededor de una fogata contenida entre unas piedras, sobre el fuego colgaba una diminuta pava oscura. Estos rodeaban al fuego, susurrantes; como la pequeña radio a pilas que colgaba del inmenso espejo retrovisor de uno de los camiones.
Cerdan y sus barullos / Cap. 4
Vicente Cerdan esperó a que se durmiera Isabel, la menor de sus hijos, a los demás los había obligado a meterse a la cama temprano. Una lámpara de aceite titilaba entre ellos sobre una repisa hecha de troncos. De los 11 chicos amontonados en dos camastros, cuatro tenían la piel un poco mas clara y sus cabelleras raídas tiraban un tono castaño claro. Esto jamás fue motivo de dudas sobre si era o no el padre de los mismos.
Ante sus ojos, no existían diferencias entre uno y otro. Todos eran sus hijos, todos le berreaban -Papá!- apenas pisaba el suelo seco del rancho, al Clavo le bastaban esos gritos para ignorar el rezo que sus vecinos lanzaban, prejuiciosos y mal entrañados, por lo bajo. -Ahí está el clavo –
Y el Clavo Cerdan cargaba sobre su lomo su casi docena de barullos. Sonriente, mientras manchaba junto a ellos el sendero polvoriento de cada amanecer, para cerca del final de una marcha somnolienta, abandonar a la mitad de su preciosa banda en la tranquera de una escuela de paredes rotas, donde una pizarra se transformaba en mesa cerca del mediodía, y el maestro ceniciento, en un mozo considerado cargado de raciones desprolijas, uno para cada uno de sus chicos, unos lápices de colores desgajados dibujaban el postre. Uno mas uno, uno a la vez, todos aprendían algo. Conciente de ello, Vicente levantaba la mano en silencio, diciéndole gracias en vez de - Buen día- para luego cargarse en el lomo a la otra mitad hasta el pueblo.
Al Sánti lo dejaba con el zapatero. Aunque pocos en el pueblo tuvieran con que vestir sus pies; el viejo artesano se había juramentado trasladar el oficio un par de generaciones mas, aunque en su polvorienta vidriera se destiñeran solamente un par de zapatillas chinas, baratas.
Vicente a la Julia la agarraba de la mano hasta llegar a la hilandería, en la puerta, abrazados, se sonreían por un buen rato hasta el atardecer, hora en que él volvería a pasar por ahí a buscarla. Mientras esto sucedía, Papito, el mas travieso de sus hijos, corría de un lado a otro pateando piedras, gritando - gol! - con todas sus fuerzas.
- Este va a llegar carajo - Pensaba orgulloso el Vicente. En todos tenia fe y a diario, sobre el alba, entre mate y mate, a todos llamaba ¨rubios¨ riéndose junto con la Paulina.
Ni un destello se asomaba de sus bocas desdentadas. Suspiraban ante lo inexplicable del porqué de Roque, Carlos, Lourdes y Sally, tres de ellos castaños y la ultima descaradamente rubia. Hermosa. El clavo Cerdan culpaba al sol, ya que no conoció a pariente alguno que se arrime un tono al color de piel que estos chicos cargaban.
La Paulina era de poco hablar, afirmaba o negaba todo con furiosas o calmas muestras de rubor que surgían de sus pómulos pequeños y bronceados, atrapados sobre unas mejillas que realzaban una aun más pequeña barbilla que parecía agujereada en el medio. Sobre todos estos colores, sus párpados se apretaban entre sí dibujando surcos. Sus labios parecían sellados todo el tiempo, menos a la hora de reírse entre los mates. Que el Clavo la amaba, de eso estaba segura.
El Patrón / Cap. 5
Las diferencias entre Don Jeremías Ocaña y Vicente Cerdan eran mínimas, además de un par de meses, los separaba la cuna. Nada más. Vicente fue testigo de los gritos y el llanto posterior que Jeremías, cagado, lanzaba al aire como un vomito sobre el rostro de sus padres. Fue la tarde en que él colgaba del lomo encorvado de una china que delicadamente derramaba té en unas finas tazas de porcelana.
El clavo rozaba el año cuando Jeremías, cagado, se mecía entre almohadones recién hilados, llevaba un lazo rojo atado a su muñeca derecha, y una gota húmeda de algodón sobre la frente, un mosquitero invisible lo albergaba de pestes. Mientras, por fuera, admirando el llanto desatado por esta criatura, se encontraban Don José Ortiz y Ocaña y Josefina Díaz de Ortiz y Ocaña. Unos metros arriba, pintado entre charreteras y medallas doradas contenido en un marco también brillante. Se encontraba la imagen del tatarabuelo observando el salón como dueño y señor que fue de todo aquel infierno. Propietario absoluto del camino polvoriento que llevaba a la escuela como del pozo ciego en donde se derramaba el pueblo entero. El cuadro, hoy, sigue en el mismo lugar, como si nada hubiese ocurrido desde el tiempo en que el General Roca lo llamó a sus filas.
Así crecieron estos habitantes de la nada; sumergidos y ambivalentes, irreconciliables, uno haciéndose un poco mas dueño día a día, el otro, inevitablemente más pobre.
Aquel ultimo verano, las brisas ardientes arrastraron más polvo para el desierto. La sed regaba la hambruna en sus hijos y en su interior se confirmaba la necesidad de hacer ese viaje tan temido. A pesar de todo, aquello era su lugar en el mundo.
-No la capital, ahí la gente no se conoce- decía siempre .
El sol era el culpable de que Paulina se retorciera de fiebre en el catre y que sobre el suelo del estanque surgieran solo unas ramas secas junto con las osamentas que albergaban la próxima camada de pestes. De sus 11 hijos sobrevivían 9.
Sobre el atardecer, Vicente se encontró con la mirada perdida en el vaho que lento y ondulado se elevaba entre lo que le venían diciendo sus compañeros de changa y la fiebre que atenazaba a su mujer, al pie del catre.
-Vámo, allá hay mas plata loco- Aquellas voces giraban en el polvo que se apretaba en sus pulmones -Vámo Clávo! lóco vámo chángo-.
Las voces, como el hambre y la sed. lo obligaban a partir, la puerta parecía lejana, a su lado, la Julia contenía el llanto entre sus manos, la decisión emergía indolente a pesar del gemido que a su lado aprisionaba sus ganas. -Vámo!- dijo de una vez. Paulina apretó las encías entre si, concediéndole con ese mínimo gesto el permiso que hacia falta. -Papá!-gritó Julia. Sobre el amanecer cargó a la mitad de su disminuida banda al hombro. Y uno a uno fue regándolos por el pueblo. Al Santi con el zapatero, a la Julita con la hilandera y a los demás con una matrona a la que mensualmente pagaría hasta que pudiera volver.
Las lágrimas le agregaron cobre a su piel, esta brillaba enrojecida y sorda ante las miradas impiadosas que el pueblo entero derramaba detrás de las ventanas y por cuanto hueco en las paredes despidiéndolo en silencio. –Ahí va el Clavo– secos, como si los pasos de Vicente fuesen los de una horrorosa y solitaria marcha fúnebre.
Talaverita “ El 9” / Cap. 6
El joven saltó del catre hasta detrás de la puerta, apenas oyó un leve alboroto en el gallinero lindante al dormitorio, dispuesto a todo, se parapeto contra un muro y comenzó a hurgar en lo oscuro del rincón en busca de un garrote macizo guardado ahí para estas ocasiones, aunque nunca antes lo había utilizado. Espiaba por la rendija a ver si el causante de tal alboroto era un cristiano o un bicho mal entrañado merodeando cerca de sus gallinas. Descalzo y con el torso desnudo, se aferró fuertemente de un retazo de frazada hilada mil años atrás, seca. En la otra mano sus dedos se hundían en el tronco.
Se aprestó al salto. Muchas veces se imaginó realizando este acto; de un envión llegaría hasta la mitad del gallinero - sus piernas eran fuertes - y tras un convincente y lapidario grito golpearía en la cabeza o en donde sea, a quien se anime a rozarle una sola pluma a su querido gallo.
El Rojo apenas alcanzaba en tamaño a la más endeble paloma de campo, pero era su mejor amigo y eso bastaba. Saltó hasta el centro del escenario apuntando a todas y cada una de las sombras sin que ninguna le fuera desconocida. El grito se hundió inútilmente en el solitario y oscuro monte. El Rojo apenas abría un ojo para seguir concentrado, espoleando sobre una gallina inmensa que ni lo sentía. Guido se encontraba un tanto nervioso, acomodó nuevamente el machete contra la tapia detrás de la puerta. Ya no pudo dormir.
Sobre la copa de los árboles lentamente se dibujaban tenuemente los rayos tibios de un sol que pronto haría arder al suelo rojo de su tierra, tomó un balde de hojalata, caminó hasta el borde del arroyo. Era tibio el vapor del mismo, llenó el balde de murmullos y regreso a su choza, las hojas raídas por el rocío le lavaban la cara como a lengüetazos. El rojo seguía inamovible sobre la gallina, camino hasta el brasero a remover las cenizas, luego se seco el rostro. El ómnibus saldría de Campana recién cerca del mediodía para desviarse luego hasta Goya y sobre el atardecer partir a Buenos Aires.
Recordó aquel partido donde el Profesor le dijo que si todo seguía así, en el próximo campeonato debutaría. -Contra Rácin mita´í- Apenado, fue hasta una pequeña loma, tomo asiento junto una cruz pintada de color blanco. Rezó por su suerte. -Si mama- Si mama- Las lagrimas estallaban en su interior. Pero esta era la orden -Aní ndé rasé- Se persignó mil veces antes de bajar nuevamente hasta bajo a la choza para sacarle un brillo mas a su único par de botines, se acercaba la hora de partir.
Descolgó de la pared un recorte de diario que lo mostraba gritando un gol en la reserva de su glorioso y quebrado Mandiyú de Corrientes. La tierra le agregaba el tono rojizo al sudor que estampado en la tela de una camisa que se adheria a su piel. Los potreros al costado del camino elevaban sus brazos quebrados en arco ante su paso y las palmeras secas se arrodillaban ante el ultimo que vieron correr bajo el hilo de sus sombras.
Los viajes / Cap. 7
El crujido simultáneo de galletitas por el pasillo del colectivo fue la señal de que el viaje había comenzado, el acompañante del chofer sorbió su primer mate del día. Algunos pasajeros se enredaban entre sí, cuatro se apretujaban en el pasillo, dos eran amigos, un anciano con un vaso de plástico en la mano esperaba que la maquina de café y jugos se desocupara, mientras, era despojado de su billetera sin contemplaciones, suavemente. Una señora revolvía en un taper los huesos de una gallina seca y acartonada. Guido dormía abrazado a su botinera en el asiento 32 del lado del pasillo, la ruta once venia cubierta de matas de yerba mate, un moderno discman distorsionaba el paisaje con el susurro que se escapaba de unos auriculares, la canción era la misma desde mucho antes de la partida, las lagrimas también, una guarania se lamentaba por los que habían quedado atrás. El viaje se sumergió en la oscuridad del camino recto hasta Rosario
Guido se despertó al sentir el tope del anden sobre las ruedas; sin mas remedio, despego la botinera de su rostro. Caminó con desgano por entre lo angosto del pasillo y el apuro de los demás pasajeros. Sobre los escalones del colectivo, hurgo en sus bolsillos mientras observaba por sobre las cabezas que pululaban por el anden principal. Algunos pañuelos ondulantes en el aire ocultaban los pasos de muchos hombres solitarios de bolso de mano y ropas arrugadas.
Fue hasta el baño, se detuvo frente a un inmenso espejo borroneado por la humedad de las paredes, jugueteó con las bolitas de naftalina en el mingitorio, el cosquilleo posterior tronó sus huesos atrofiados por el asiento. Al salir, tomó dos monedas que arrojó con desgano y desconsuelo a una caja de cartón, el hombre junto a la caja le sonrió, volvió al andén.
Al salir, giró para el lado donde el anciano de la maquina de café se tanteaba el saco por encima. Recordó la escena de la maquina de café en el pasillo del colectivo, no así los rostros; el anciano gritó que lo habían robado. Nadie fue a socorrerlo
Los pasajeros de otro colectivo se encontraban alineados cada uno frente a su respectivo equipaje, el policía que hacia las preguntas era joven, las costuras de su uniforme parecían querer descocerse entre pasos. Al perro que husmeaba por sobre las valijas se lo veía un tanto nervioso. Esta vez, no había encontrado su gramo de cocaína diario. Algunos pasajeros murmuraban por lo bajo mientras desdoblaban sus documentos.
A Vicente Cerdan poco le importo la orden del muchacho, fue directamente hasta el bar y pidió le sirvieran un café, antes de sentarse volvió a contar las monedas.
-1.75- Guido tomo asiento en la mesa contigua, junto a un gran ventanal.
Se saludaron con un leve movimiento de cabezas. Por la ruta 33 entraba el camión donde el Colorado se reía a carcajadas del comisario –de fondo sonaba una música bien percusionada y alegremente distorsionada- de la mujer del mismo, arrodillada frente a el con los ojos bien abiertos tragándose el momento. Agradeció como nunca la desgracia ajena puesto que el comisario no veía a mas de cien metros. Les dijo como atravesó de un salto el muro del patio trasero y cuan veloz cruzo la plaza zigzagueando delante de los tiros de una escopeta de doble caño que intentaba darle en la cabeza. Se reían a carcajadas.
Por el altavoz de la estación anunciaron un sorpresivo paro de choferes, Vicente y Guido se levantaron de sus mesas, la gente protestaba frente a las ventanillas. Las cosas no podrían empeorar. Los policías apostados en la estación canjearon el operativo anti-drogas por unos bastones que al rato se descargaban de lleno sobre los manifestantes. Los hombres fueron hasta sus respectivos colectivos en busca de sus equipajes, que por cierto, apenas si alcanzaba a rellenar una pequeño bolso de mano. Volvieron al bar. El Colorado se encontraba sentado en la misma mesa que antes había ocupado Cerdan.
Una porción importante de los pasajeros varados se acomodo pacíficamente en las sillas frente a un televisor apagado suspendido en el aire. Los niños lloraban tanto como las madres.
Ninguno se animo a preguntar como y porque estaban sentados en la misma mesa. Talavera miro de reojo al Colorado. Este le extendió el brazo. Se saludaron sin decir nada más de lo necesario. El vaho atrapado en el interior del bar hacia imposible respirar, de la frente amplia y plana de la cocinera se escapaban gigantescas gotas de sudor, estas gruesas secreciones grasosas le agregaban un gusto extra a la carne que se asaba en una inmensa plancha de hierro. La mujer, había quedado atrapada hacia tiempo en aquel rectángulo de ollas y sartenes ferozmente celosas de su presa. Sobre el ventanal se derramaba la mirada silenciosa de los hombres, detrás de ella, los bastones habían cesado en su furiosa búsqueda de lomos a partir.
Los tres, pensativos ante la ventana, confiaron en que pronto se solucionaría aquello que los sujetaba a ese bar y pidieron una ronda mas de cafés. Las partes en disputa tardarían por lo menos un par de horas en llegar a un acuerdo. Ninguna los tenia en cuenta, de eso estaban seguros, además de lo incierto del destino que los aguardaba.
Guido acomodo las tazas de café en un rincón de la mesa, cruzo los codos sobre ella y se dispuso a dormir, corrió un par de centímetros las tazas de café del frente de sus codos, a los que de manera suave, acomodo sobre la mesa, antes se despidió de sus nuevos amigos con un leve guiño de ojos y un pequeño bostezo. Detrás del ventanal se asomaba un amanecer rosado manchado por unas pocas nubes grises, el murmullo de los hombres era continuo.
Lucas hablo de la señora del comisario, Vicente del hijo de puta del Ocaña ese. De sus rubios; el Colorado sonreía, admirado ante la bondad de aquel hombre de piel seca, cobriza, pobre.
Cerca de las siete de la mañana, se acerco a ellos uno de los chóferes del colectivo que los llevaba a la capital. El clavo le guiño un ojo al Colorado y le dijo que si, que los dos viajaban juntos. Guido se despertó, el suyo también se disponía a partir. Se abrazaron fuertemente, prometiéndose un futuro encuentro.
El destino / Cap 8
Guido desembarco media hora antes que sus amigos, estos deberían llegar de un momento a otro. Respiró hondo y fue hasta el salón donde, sobre unas butacas negras, vio que algunas mujeres con sus niños en brazos dormían placidamente. Tomo asiento e intento cambiar el murmullo que lo ahogaba por el del arroyo serpenteante y las hojas espesas, altas, adormecidas por el viento. El colorado fue el primero en verlo, Vicente, aun no comprendía la razón de los empujones que le propinaba la muchedumbre, se hizo aun costado. -Mandiyú!- Le gritaron fuerte al oído. El abrazo entre aquellos no se hizo esperar. A Vicente lo traicionaba el rostro, aunque en su interior se desarmaba en lágrimas. Por fin habían llegado a esta ciudad tan temida y lejana.
Caminaron juntos hasta la dársena siguiente. Molina, oficial de policía, los observaba desde un rincón. En el momento en que los tres se disponían al cruce de direcciones y posibles hospedajes, Molina los llamo. Se acercaron. El primero en saludar fue Guido, al Colorado, comenzaron a transpirarle las manos. Cerdan sonreía, a este, Molina le tenia preparado un prontuario cargado de asesinatos e hijos abandonados; el hombre, era un magnifico muestrario de fealdad indo americana. Para su carácter, no existían las ciudades sin autopistas cargadas de automóviles de lujo, sin coimas.
Y estos, que quien sabe de donde provenían. De ningún modo debían permanecer mas de un día en esta su ciudad. Sabíase él capitalino hasta la médula, con ese aire sobrador de mas, había nacido y perjurado mil veces morir en ella. Se pasó una mano por el filo prolijo de su cabello bien recortado sobre el principio de la nuca, satisfecho ante la actitud tomada frente a estos hombres sospechosos, entonces saco una pequeña libreta de apuntes de un bolsillo trasero. Ninguna mirada le arrebataría aquella sensación que lo embargaba. Niuyorkino en Sudamérica, así se sentía. Moderno.
Sebastián Molina vivía en el barrio de Belgrano, por las mañanas se paseaba frente a las inmensas vidrieras, a su lado, caminaban hermosas tetas artificiales, con niños recién nacidos correteando tatuados en skate, glamorosos, libres. Y él, coqueto, se apretaba el miembro ante las miradas insinuantes de prostituidos os masculinos de telefonía celular.
Su paisaje habitual y burbujeante permitía que unos caniches depresivos hagan terapia en las plazas, pero un hombre con cicatrices y sin dientes que además se anime a sonreírle era, inevitablemente, merecedor del peor de los claustros. La cicatriz hendida a un lado de la expresión desdentada que el Clavo desprendía cada vez que lo observaba, le molestaba en demasía.
Vicente renegaba por completo de la autoridad que el agente, adolescente y poco masculino en sus movimientos, intentaba imponerle. Los brazos que exponía Vicente frente al oficial diferían bastante a los del cartel que los observaba detrás de una vidriera, los del hombre parecían surcos de agua secos, cicatrizados, sin ningún un punto de sutura que ensucie el orgullo que tensaba aquella piel cobriza.
El oficial copiaba los datos que le proporcionaban los hombres, frente a ellos se elevaba una torre vistosa con un reloj inmenso en su cima, detrás del mismo, un bloque de concreto, tan grande casi como todos sus pueblos, se erguía de un modo omnipotente mirando hacia el norte, hacia sus tierras. Mientras, el oficial Molina pedía refuerzos.
Los hombres se miraban unos a otros con las manos cruzadas sobre la cabeza, arrodillados frente a un paredón. Los transeúntes se tapaban las bocas al pasar frente a semejante paisaje, otros ni miraban. Al Clavo lo tiraron al piso con las manos esposadas.
Al Colorado le preguntaron a que venia hasta la ciudad. De turista o peón. -De turista- contestó. Un tercer agente observo la botinera blanca y el escudo de Mandiyu de Corrientes estampado sobre el cuero que Guido apretaba entre sus piernas, como si de ella dependiese su vida.. El policía pregunto en que club jugaría. – Platense, señor- respondió asustado el futuro Nro. 9
Las luces se encendían sobre la ciudad, y eran reflejadas en los ojos perdidos de un chico sosteniendo fuertemente entre sus manos una pequeña bolsa de plástico, resoplaba una y otra vez dentro de la misma, los oficiales no lo advirtieron si no hasta que este se perdió entre la multitud. Se miraron entre si. Sonrieron. Detrás de ellos un hombre arrastraba un carro repleto de cartones, una mujer no mayor de treinta años se acerco a pedirles una moneda, mientras, el patrullero se estacionaba a un costado de los detenidos. -Quien es Guido?- Pregunto uno de ellos yendo hacia quien oraba por lo bajo. -Váyase- le dijo. Al Colorado le habían sacado las esposas.
El sonido del ventilador de techo ahogaba al teclado que un ayudante redactaba, el hedor de orines surgido de los calabozos hilados uno tras otro se trenzaba en cada vuelta de aspas. El pasillo que los contenía era angosto. La oficina del comisario se encontraba junto a la del principal. De ella surgían toda clase de gemidos. Vicente, esposado, y de frente al mostrador, respondía pausadamente las preguntas de rutina. Religión, edad, estado civil. -Sabe leer? - Firme aquí.
El Colorado Pirsin canjeó su habitual artillería de chistes por que lo dejaran libre la misma noche. A Guido Talavera le bastó que dijera que al día siguiente jugaría en el Club Atlético Platense, club del cual era hincha el Principal.
Vicente Cerdan, alias ¨el clavo¨, fue subido a un colectivo y devuelto a su lugar de origen. Antes de ser juzgado por abandono de hogar, sus hijos fueron derivados a un hogar de huérfanos, aunque estos no sufrieran tal condición.
Los perros habían decidido la suerte de los hombres.
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