Llevaba más de una hora con la partida. El calor apretaba y la atmósfera comenzaba a hacerse irrespirable. Los lugareños se arrimaban a la mesa, fijaban sus miradas sobre el tablero y después regresaban a la barra, comentando en respetuosos susurros lo interesante de la contienda. Yo me sonreía para mis adentros. Aquellos personajes simples, cuya estrategia más audaz se resumía al arrastre en el juego del guiñote, apenas conocían las nociones más rudimentarias del ajedrez; no obstante sus gestos y sus vaivenes, los revestían de ciertos aires de intelectualidad que hubieran hecho dudar al más curtido de los grandes maestros. Tal era el caso de mi contrincante. Afortunadamente, las sombras de los hombres que permanecían a nuestras espaldas eran tan exiguas como el aire que se evaporaba, incapaz de atenuar el calor. El señor Bardají que sudaba copiosamente, toleraba a los mirones con una mal simulada resignación.
Era nuestra tercera partida en la última semana. Ninguna complicación a mi entender. Todo se repetía como en un ensalmo, el blancas, y yo negras, él seguro y concentrado, yo inquieta e incapaz de mantener la concentración. Al modo de ver del maestro, eso es lo que me separaba de ser una buena jugadora a ser una jugadora genial.
De no haber sido por algún cambio en nuestras respectivas apariencias, siempre sensibles a la menor fracción de tiempo, bien pudiera haber sido aquel momento, un exquisito grabado de cualquiera de las partidas del año anterior, o del previo, o de cualquier otro año que se sucedían verano tras verano en el mugriento rincón de aquel garito de pueblo.
Pero no era el caso. Algo importante en nuestras vidas había cambiado. El señor Bardají, ya de por sí serio y malcarado, mostraba un luctuoso rictus ante su reciente viudez que predisponía a la reverencia. Sus ademanes de hombre prepotente y su escasa predisposición a la conversación, no le habían granjeado muchas amistades, incluso me atrevería a pensar que era secretamente odiado por los paisanos, que siempre le habían visto como un intruso, afincado en sus vidas hace ya algunos lustros. Creo que sólo yo, que me dejaba llevar por el romanticismo, sentía lástima en aquel momento del hombre solitario, el Gran Maestro de Ajedrez, que por una razón tan oscura como sus hirientes ojos, me había significado a mí como una digna contrincante, desde que comenzó a instruirme en el arte del tablero el desdichado verano del setenta y dos cuando murió mi madre y me quedé doblemente huérfana. Aún así, aún habiendo llenado muchos de los espacios de mi soledad de aquellos largos estíos, siempre sentí que le odiaba de una forma sutil, casi instintiva.
Mis cambios, por otra parte, nada tuvieron que ver con muertes recientes, sino más bien con los naturales dones que el tiempo otorga a la mujer. Yo sabía por cierta intuición natural, que los andares de los paisanos desde la barra hacia la mesa, poco tenían que ver con el enroque largo que Bardají había hecho tras la regia amenaza a su blanca masculinidad con mi dama negra, sino que se debían a la morbosidad de mis labios gruesos y a la turgencia de mis senos, que en los pocos meses transcurridos desde el último verano, amenazaban exuberantes ante el rostro cada vez más sudoroso de mi adversario. Él me miraba como ellos, pero con una lascivia reminiscente, casi nostálgica, que emergía desde su prematura vejez.
Deseada yo, y odiado él, ahora con nuevas razones, el corro comenzó a fraguarse y el aire se hizo irrespirable. Bebí de un trago mi segundo Cuba Libre, antes de que el hielo se fundiera incapaz de refrescarme. Hice impulsivamente un movimiento con ganas de retirarme de la partida y me abalancé sin premeditación contra su caballo, que a duras penas defendía la blancura de su rey. Cundió el silencio. Bardají sudaba y sus manos temblaban algo más agitadas de lo que explicaría su incipiente temblor senil. Yo sólo sentía calor, y el trago largo de mi última copa, no me dejaba ver con claridad la disposición de mi ataque. El tiempo se hizo eterno. Al fin, Bardají acarició su rey cuando lo dejó tumbado sobre el tablero. Incomprensiblemente, le había dado un jaque mate.
Todos parecieron respirar, sobretodo yo que me sentí transportada por una inesperada oleada de satisfacción. Creo que a Bardají le rodó una lágrima junto a una gota de sudor. Murmuró maldiciendo su salida de Gambito de Dama. Eso es lo que traduje de su precipitado balbuceo, hablaba de la Dama, del regreso de la Dama. Pensé que deliraba. Alargó su mano y la estrechó con menos firmeza que en otras ocasiones. Se acercó hasta el mostrador y por primera vez, pagó mis copas. Le vi cabizbajo abandonar el bar, yo le segí a media distancia. Extrañamente derrotado se dirigía hacia la umbrosa escalinata del Castillo. Los espasmos de sus hombros me hicieron sospechar que algo estaba pasando. Apresuré mis pasos al ver que se sentaba sobre el empedrado que rodeaba el foso, hace ya años recubierto de tramados herbajes.
De nada sirvió mi carrera infernal. Justo llegué para verle saltar mientras su grito sordo se clavaba en mi corazón.
Salí corriendo hasta el bar en que minutos antes los contertulios habían festejado mi desquite y juntos regresamos al lugar del suceso.
Ya en el foso, sólo nos esperaba un cadáver rodeado de sangre.
Cuando cogieron su chaqueta para tapar su cara la cartera del viejo cayó sobre mis manos. Trémula, contemplé varias fotografías bajo los gastados plásticos. Una foto desenfocada y lejana de mi madre conduciendo un carrito de bebé, una niña con trenzas de siete u ocho años inclinada sobre el tablero de ajedrez con un hombre que la miraba sonriente y manso, otra joven de quince años que blandía un rey negro amenazante ante las narices del Gran Maestro, montones de instantáneas que golpeaban como latidos mi alma solitaria y huérfana. Era yo.
Entonces me sobrevino una súbita impresión. Yo nunca antes había conocido a mi padre.
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