Mil ocurrencias ha tenido mi viejo, todas las que implican sus múltiples ocupaciones, desde vendedor de perros calientes hasta sus insinuaciones con la ingeniería. Una de las últimas es la invención de un patio con dejo de finca, en donde se encuentran racimos de plátanos brasileños lo mismo que gallos con nombres tan pomposos como “Tarquino". Allí, he conocido de cerca el escabroso pero para muchos suculento ciclo de las gallinas caseras, desde su nacimiento que parece de mentira, hasta que mueren en medio del charco de sangre producido por los violentos retorcijones que le aplican por su pescuezo.
De todo este proceso siempre me ha llamado la atención precisamente los momentos terminales, segundos después de desnucarlas, en donde no se puede saber si es un animal vivo muriéndose o un animal muerto medio viviendo, es el momento en donde aletea y se sacude fuertemente en una escena que impresiona por la sensación de que la gallina está luchando para que la muerte no se la lleve. Pero realmente luego de presenciar muchas muertes lo que me parece más inquietante es definitivamente su mirada perdida, esa mirada misteriosa que parece estar viendo todo y nada al mismo tiempo, en la que sus ojos que son de este mundo parecen estar observando otro.
Desde el miércoles pasado esa mirada moribunda ya no será desconocida para mí, porque ya sé que se siente. Ya viví al igual que los gallos, la inefable experiencia de ver convertido al amo en verdugo, de ver en la misma persona que te alimentó con su maíz (el maíz del amor si se quiere) convertida en un implacable monstruo salvaje, capaz de arrancarte el alma de un zarpazo y volverla pedazos mientras te deja abandonado, muriéndote en el charco de sangre de tu dolor... La mirada de los gallos no es otra que la del horror ante la atrocidad y la injusticia, la de no saber ni donde está parado, momentos después que el mundo se le volteó sin aviso. Es la mirada del que no comprende cómo esas manos que acariciaban orgullosas su plumaje en ese momento sean las mismas que lo asfixian y lo dejan morirse con los ojos así, perdidos en el vacío que produce la miseria de la ingratitud.
En la vida he aprendido muchas cosas, contigo mujer muchas de ellas. Que es posible soñar, que las uñas se deben arreglar en lo posible dos o tres días antes de la fecha, y que es posible comer piedras. Comprendí que aferrándose a la vida los gallos aletean, los ahogados patalean y yo escribo, y por supuesto, aprendí porqué los gallos moribundos miran así, sin duda, es la única forma de mirar la infamia...
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