LA TIERRA
Con la primera luz de la mañana Radamés se tendió sobre la arena. El joven guerrero había pasado la noche meditando frente a la estatua de la diosa Isis. Sentado, en la posición del escriba, había dejado vagar su pensamiento. Era costumbre entre el pueblo egipcio la utilización del jugo del sicomoro y el láudano para la preparación de potentes drogas. Mezclado con vino, y rebajado con agua en la que previamente hubiesen hervido hojas de palmera, la mezcla final producía en quien la bebía un efecto de relajación y vigilia al mismo tiempo, que permitía liberar el espíritu y concentrar el pensamiento en el objeto u objetos deseados. Radamés había pedido beber de esta mezcla en los minutos previos a su noche de meditación. Su mente se había concentrado en la tierra de sus antepasados que era también su tierra. Había intentado remontarse a sus recuerdos más antiguos, a sus primeros años de infancia. Recordó los juegos en la aldea con sus hermanos mayores y los demás niños de otras familias. Las tardes en que tantas veces acudían a jugar a las tierras de detrás de la casa de sus padres, la que, años después habría de ser su propia casa. En aquel pedazo de tierra sus padres cultivaban judías, pimientos y otras verduras. Había también varios naranjos, almendros, tres olivos y una hermosa higuera que era el orgullo de su padre. Pensaba en esa tierra que le había visto nacer y le había proporcionado tantos momentos de alegría, la misma tierra que hoy era la causa de su desgracia.
Muchas tardes en su niñez y juventud, durante los eternos veranos de Egipto, Radamés gustaba de contemplar la tierra de sus padres en soledad, el vuelo tan cercano de las golondrinas, los atardeceres rojos sobre las dunas. Muchas mañanas se había levantado antes que nadie en la casa para poder dar la bienvenida a un nuevo día, fortalecerse con las primeras luces del dios Ra. Sólo en el desierto el alba y el ocaso tenían algo de sobrenatural: la tierra roja los hacía confundirse.
También aquella tierra había sido el escenario de sus primeros amores. La higuera y los olivos fueron mudos testigos de su ardiente goce a manos de mujeres expertas que le habían enseñado a ser un amante entregado y complaciente. Y la tierra blanda y caliente se había convertido en cómplice y lecho de sus pasiones más tempranas.
Por esa tierra Radamés habría dado su vida. Muy joven todavía salió de la casa familiar para alistarse en el ejército en una de las primeras campañas contra la vecina Libia. Pronto comenzó a destacar por su habilidad con el arco y poco antes de cumplir los veinte años era nombrado oficial de arqueros. Tres años después comandaba una tropa de dos mil hombres, y sus hazañas llegaban a oídos del pueblo egipcio, que buscaba héroes a los que ensalzar, héroes vivos en quienes mirarse, y sobre los que poder construir la cara más hermosa de la historia de su tierra. Durante años, las victorias de Radamés eran cantadas por viejos y niños en los rincones más remotos del país. No se le conocía una flaqueza, una duda; jamás una derrota. Por Egipto, muchos hombres dieron su vida gustosos alentados por las palabras de ánimo y los gritos de Radamés. El mismo hubiera sido uno más de aquellos muertos en la batalla.
Tendido sobre la misma tierra que le había dado la vida y que ahora se la quitaba, durante su noche final, Radamés se había hecho eco de todos los instantes de su existencia. Sólo le quedaba un último y eterno episodio de unión absoluta con la tierra de Egipto, y era el de su tumba, abierta ya por decisión de los dioses. La ley de Egipto castigaba a los traidores, y Radamés había sido juzgado y condenado. Su amor por Aida le había llevado a desoir los llamados de la tierra que le había alimentado. La princesa nubia le había prometido unir su destino al suyo huyendo juntos de Egipto. Este hermoso proyecto se había desmoronado la noche anterior a aquella para la cual estaba dispuesta la huida, cuando las tropas egipcias, bajo el mando del propio faraón, habían aprendido a Radamés .
Su verdadero y único amor por la fascinante Aida había sido más fuerte que el poder de su tierra, y ahora su pueblo le castigaba a unirse para siempre a ella, con la pena establecida para los traidores: ser enterrados vivos.
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