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Al bar de Macaco lo consume un incendio voraz, una explosión hace polvo el billar de Don Pablo y un abaleo demente convierte en chatarra cada uno de los taxis del viejo Soto.
En simultanea, como un pequeño apocalipsis.

Me asomo a la ventana, enciendo un cigarro y contemplo el desastre.
No se trata de una mala racha, se trata simplemente del cumplimiento de un mal presagio, de una vieja profesía en la que nadie creyó pero a la que todos están sucumbiendo.

Hora de salir. Buscó mi abrigo de chinchilla y doy un paseo por el infierno.
Atravieso calles iluminadas con intermitencia por un neón barato que golpea los calzones rotos de feas putas y las miradas suplicantes de quienes agazapados estiran sus brazos desde rincones que huelen a orín.
Mi traje y mi cigarro me situan en un nivel mas alto que el de sus patéticas miradas.
Cuando estás en una posición de privilegio debes ser implacable y responder con una bocanada de humo ante los gestos desesperados. De lo contrario corres el riesgo de ponerte a su alcance y verte arrastrado hacia la miseria.

Primera estación, la joyería de Diego Araña. Un par de clientes deciden desalojar el lugar al percatarse de mi presencia. El viejo Araña no intenta ocultar un gesto de desprecio al verme repasar con parsimonia cada una de sus doradas vitrinas.
No sé por qué lo toma como algo personal. Soy un simple mensajero. No soy yo quien da las órdenes, tan solo las transmito. No soy el que incendia licoreras ni el que abalea billares. Soy quien hace las predicciones. Si no cumples tu parte del trato, esto es lo que sucede. Así de simple.

Araña es un tipo sensato. No quiere que mi visita se prolongue demasiado tiempo. Con malestar evidente acomoda un grueso sobre encima del mostrador. Me tomo mi tiempo. Le echo otra ojeada a su inventario, dejo que su mirada se clave sobre mi espalda. Es parte del juego, portar un abrigo costoso, fumar un cigarro de marca, incomodar, intimidar.
Este fructífero negocio seguirá en pie. Meto el sobre en mi bolsillo.
Me retiro.

El viejo Araña no entenderá que aunque el sobre fue a parar a mi gabardina no seré yo quien se gaste los billetes.
Mi trabajo me brinda ciertos privilegios pero a la vez me sitúa en una posición incómoda. Los de arriba aparentan respetarme, así es como debe funcionar, pero al fin y al cabo no soy sino el hueso mas frágil del esqueleto, un simple mensajero. El día que las cosas se frieguen me van a partir en dos, sin clemencia.
Y para los de abajo represento la desgracia, soy su portador de malas noticias.
Me he quedado solo.
Y no es lo mismo estarlo tendido en la playa tomándote una caipiriña que en la cama de un sucio hospital luchando contra un cancer en el estómago.

Doblo la esquina.
Aún me quedan por entregar un par de mensajes.

Texto agregado el 13-12-2009, y leído por 112 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
13-12-2009 Narrado con solvencia y precisión. Lo que cuentas es común en ciudades como NY y muy triste ser lo visible del terror. Te felicito. peco
 
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