Hubo noches frías, pero hay una que recuerdo con precisión. La recuerdo porque la visión al cementerio con sus cruces, había desaparecido, pero no, porque lo hubiesen mudado, sino porque las espadas de los arbustos ocultaban todo. Quince días de lluvia era suficiente estímulo para que la vegetación levantara el verde. Un cedro enorme se alzaba como vigilante. Esa noche…
Cuando de un salto caí a horcajadas sobre el ataúd, una docena de lámparas alumbraron mi nuca. El viento frío arreaba un aguacero menudo al que no se le veía fin.
El inspector gritó: — ¡Doctor, agarre este candil para que se ilumine mejor! ¡Le paso la barreta para que pueda despegar las tablas y vea bien si la difunta es difunta!
Miré hacia arriba: un numeroso grupo de indígenas me observaba en profundo silencio. Sus vestidos blancos le conferían un aspecto albino a la oscura noche, y sus duros rostros, cruzados por las luces y las sombras, mostraban una imagen de luto ancestral. Dejé la bombilla a un lado. Tomé la herramienta, golpeé con fuerza para despegar un tirante del cajón y luego hacer palanca. Poco a poco fue cediendo, dejando ver parte del interior. Nadie hablaba. Ni un murmullo. Arriba, entre algunos destellos, se veía un enorme cedro azotado por el viento cuyas ramas, al chocar entre sí, hacían que su cuerpo tronara y gimiera.
La lluvia helada corría por mi cara, proporcionándome el aliento para seguir con la tarea de desprender la tapa del rústico féretro. Un olor a humo, barro y esperanza se abatía, mientras el calor del farol me quemaba la curvatura de los párpados. Había quitado el primer madero y ya se podía vislumbrar el velo blanco que cubría la mayor parte de la cabeza. Fragmentos de tierra caían a mi lado; pesados, llorosos, como empujados por el agua o el silbido de los pájaros.
Pude ver el cabello negro recogido hacia atrás, dejando tan sólo un rulo que reposaba, fláccido, sobre su frente. Las cejas pobladas, largas como un camino que se entrega a la noche.
Poco tiempo tenía yo en el pueblo. Había llegado por esos días en que las gaviotas se pierden en la neblina y cuando los pies piden una frazada de lana. Me había instalado en casa de Doña Engracia. Esa noche me encontraba en la cocina esperando que saliera la otra tanda de café, cuando llegó aquel nativo; habló en su dialecto y, por los gestos, deduje que se trataba de una urgencia. Supe por Gracita que su esposa, muerta de parto, fue enterrada a la mitad del día. Un familiar llegó tarde al sepelio y quiso despedirse de ella y al estar rezando en la fosa, escuchó ruidos que le hicieron sospechar que tal vez estuviera
viva.
Camino al cementerio y subiendo la loma, las espadas del zacate me golpeaban y el lodo se adhería a mis zapatos, haciéndome resbalar. Alargué la mirada al arribar a la cima; la visión de la oscuridad me dejó sorprendido, pero mi perplejidad fue mayor aún cuando vi una multitud que se arremolinaba llevando una vela, o una tea hecha con trapos; eran múltiples luces que se unían alrededor del sepulcro, su resplandor iba y venía según los caprichos del viento y por momentos parecía verse una gigantesca radiografía del enorme árbol. Por fin arranqué la tapa: adentro había una niña. Todos tiraron la luz hacia su cara
y emergió un rostro pequeño que hacía contraste con la largura de sus cejas. La nariz chica, su boca mediana teñida de rojo, con los ojos cerrados y sus pestañas negras dobladas, me hicieron pensar que estaba dormida.
El viento cargaba con los ladridos de los perros, para regresar después, sin saber si eran los mismos o bien de otros que a la lejanía contestaban. Las mujeres hacían la señal de la santa cruz y ellos rezaban, con los labios apretados, quitándose el sombrero y situándolo a mitad del pecho.
— ¿Quiere más luz, médico? –era la voz del comandante.
Le grité que sí y me bajaron dos linternas. Saqué del maletín una lámpara de punto fino y el estetoscopio. Sabía que me observaban con toda atención. Cuando abrí su párpado, no pude contener una profunda tristeza al encontrarme con la opacidad del cristal y la ausencia de cualquier reflejo en su ojo. Moví la cabeza de un lado a otro y poco después irrumpió el sollozo de las mujeres. A un lado, cerca de sus muslos y envuelto en descoloridos trapos de algodón, estaba el crío. Seguramente lo sacaron como un brote desgajado. No llegaron a conocerse, tal vez murieron al mismo tiempo, ¡pero cuántas cosas los unirían cuando se internaban por los maizales y compartían los granos tiernos del elote y el gorjeo de las aves!
No se escuchaba ni un susurro, sólo un grito lejano que venía de afuera, no sé de qué parte. Con respeto cerré sus párpados y contemplé la suavidad de las líneas de su semblante, que la muerte aún no había desencajado. Al incorporarme vi a sus hermanos que tomando el sombrero con la mano izquierda se persignaban, dándose cuenta que la esperanza se había desvanecido.
Salí de la sepultura con su ayuda; después, poco a poco, la fosa volvió a ser llenada con un barro frío, chicloso, calentado si acaso por el ansia de que estuviera con vida. Y caminamos despacio, haciendo una fila; ellos con su vestimenta blanca; yo, con la imagen de ella, de sus largas y oscuras cejas.
Los relámpagos se sucedían, y el cedro era un enorme molino que, al moverse, hacía gritar a los pájaros cada vez que sus ramas se atropellaban.
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