Visitaba mi familia cada dos o tres semanas, siempre y cuando las condiciones del clima favorecieran el vuelo de la avioneta. Si el día abría luminoso, temprano enfilaba rumbo al campo de aviación. Tenía que bajar y frente a casa de Celedonio en una choza veía a un anciano, encorvado, cara afilada, podría ser la cacha de un cuchillo. Siempre sentado, fuera de su casa, sacándole punta a un pedazo de madera con una navaja. La vez que lo vi caminar se apoyaba en un bordón, pero me dije que podría hacerlo sin él. Lo situé en mi mente como un personaje hosco, agrio y rapaz. Un día lo olvidé. Pero una noche empecé a escribir un cuento sin detenerme a repensar y cuando lo terminé, todo me hablaba de él: el paisaje y su figura.
RAMO DE OJOS.
Se levanta, impulsado por un olor. No lo piensa dos veces: busca el bordón, abre la cerradura, traspone la puerta y camina hacia las afueras del pueblo. Con claridad escucha el roce del viento en las plataneras, el silbido profundo de las aves insomnes y el grito lejano de los animales del monte.
Camina rumbo a la cañada. Ensimismado, trata de recordar los hilachos de su sueño cuando, al pasar por debajo de un enorme zapote, un pájaro aletea cerca de su cara y el susto lo hace trastabillar. Después, pasos adelante, un suave aroma se le escurre por su nariz aguileña. Sube con dificultad: la humedad de las lajas hace que resbale, y tiene que detenerse para afirmar bien el paso.
Cuando llega a la cima, la luz de la luna le muestra la sombra de la higuera y, más abajo, sobre la falda del cerro, se perfila el cementerio.
Allá, camino al río, vivió con su madre. La visualiza lavando montones y montones de ropa ajena, barriendo la minúscula hoja del tamarindo y dándole a los pollos las sobras de la comida.
Ahí se recordaba él: estaba en el patio. Con su pantalón raído, flaco, mugriento y con la mirada atenta.
Absorto, veía cómo un polluelo apresaba con el pico una lombriz y, detrás de él, dos de ellos lo correteaban ferozmente por todo el patio. Se fue tras los pollos, los apresuró hasta que vio que daban vueltas, piaban lastimeramente, y caían al suelo con los ojos muy abiertos.
Repetía la historia las veces que podía, siempre burlando la atención de los mayores; hasta que, cierta vez, a mitad de la diversión, se dio cuenta que su madre iba detrás de él, con una vara afilada que, al blandirla, zumbaba como lo hacen las moscas de trompa luminosa. Corrió y se ocultó bajo el guayabo que, por estar cargado de frutos, hacía que las ramas se doblaran ofreciendo un buen escondite. Tirado en el suelo, percibió el alboroto que hacían las gallinazas cuando buscan sitio para dormir; una de ellas se vino hacia abajo, arrastrando frutos maduros y media docena de larvas negras y peludas que cayeron sobre su espalda. Rompía en dos mitades la guayaba, cuando empezó a dar gritos que llamaron la atención de la mamá.
Tres días estuvo en cama sacudido por las fiebres.
Tiempo después, discretamente, volvía a las andadas. Buscaba entre los montes aves extraviadas, o bien él las hacía perdidizas para corretearlas entre los zacates de los potreros , o entre los helechos que crecían en el monte.
Les sacaba los ojos por el espanto y después miraba cómo daban vueltas, en un piar sin freno, que terminaba cuando el ave doblaba la cabeza y caía de lado, dando dos o tres aletazos, poco antes de morir
El alba está cerca; el viento mece los frutos, sacudiendo los olores por el camino. Así, en un momento, piensa que está atardeciendo y que no tardará en llegar la noche.
Es entonces, cuando el bordón se le resbala; pierde el equilibrio, da varias vueltas, cae y, sin poder detenerse, la inercia lo saca de la vereda y rueda, golpeándose en las peñas; quiere asirse de las raíces, pero éstas se le escapan de entre los dedos y rueda hasta el fondo.
Su cabeza, su cuerpo, dan vueltas, respira con ansiedad, percibe la humedad y el sonido del agua que corre, así como la sombra de un frutal que se recuesta en la mitad de su cuerpo.
Tirado, con una gran piedra en el pecho, su corazón corre con frenesí. Quiere sentarse y, al apoyar la mano, rompe la corteza de un fruto: por su mano corren, atropellándose, mil pies. No puede evitar la nausea, cuando los gusanos reptan por su palma y suben hacia su brazo
Al dirigir la mirada hacia arriba observa a unas aves encuclilladas que, en hilera, lo escrutan con fingida indiferencia. Aletean al parejo, como si quisieran iniciar el vuelo.
Pero no; sólo llaman a otras plumíferas que planean en círculo y que se retratan, sonrientes, en los ojos del viejo.
La mañana se abre con un insolente olor a guayabas.
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