Mi primera novia era muy fea, al menos eso decía mi familia, mis amigos y mis compañeros de clase. Me lo decían constantemente y sin piedad, como si a fuerza de repetición intentaran conseguir convencerme. No obstante, si bien vacilaba después de los lavados de cerebro, éste se volvía a enmugrecer apenas la veía de nuevo; supongo que su voz era como un canto de sirena que de alguna forma me embelesaba y ya no podía entender por qué la gente decía que era horrenda. Para mí, estar en su compañía era como cuando escuchas tu canción favorita, tu cuerpo pasa de sopetón a un estado de alegría reposada durante todo el tiempo que dura la melodía; claro que tal descripción sólo se aproxima, puesto que una canción a lo sumo puede durar diez minutos, en cambio con ella, podía estar horas, con la consecuente prolongación de mi pequeño éxtasis. Recuerdo que no hacíamos nada en particular, simplemente estabamos, juntitos, ella en mis brazos, ambos sentados en el sofá de su casa, desde donde podíamos ver la calle. Las horas transcurrían mientras disfrutábamos de nuestra compañía, viendo los perros, las personas, y los automóviles que desfilaban frente a nosotros, cual documental de la vida cotidiana. En las noches antes de dormir siempre rumiaba sobre el tema de su fealdad, no podía comprender ni a mi familia, ni a mis amigos ni a mis compañeros de clase, para mí ella era sencillamente hermosa. El misterio duró casi un año, hasta que un día, llegando a su casa, encontré la puerta entre abierta y entré sin avisar, escuché que de la cocina venía una voz cargada del cansancio típico de la repetición: “hija, pero que le ves a ese muchacho, pero si es feísimo”. Entonces lo entendí todo, los feos eran ellos. |