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Eran todos hombres muy humildes, la mayoría vivía de la pensión, algunos aún tenían fuerzas para seguir ejerciendo la albañilería. Su pasatiempo dominical favorito eran las bolas criollas, jugaban en un terreno baldío cercano a la cuadra. Aquel domingo, Bonáfides, el mayor de todos, quedó sorteado para jugar de primero. Ganó varios juegos en fila. Un juego más y el regalo de aniversario para su viejita sería un hecho; un corte de tela de los de Mustafá, quién vende los cortes más finos del pueblo. Ya se la imaginaba en la misa, con su nuevo vestido lila de flores blancas, como le gustaban a ella. El último juego resultó difícil, el corte de tela pendía de un complicado boche clavado. Lanzó un escupitajo de chimó, calculó la distancia, inició el movimiento; la bola se elevó altísimo, golpeó en una rama que desvió su trayectoria y fue a estrellarse contra la esfera más cercana al mingo. No cabe duda, fue el boche clavado más feo pero efectivo que ninguno de los presentes haya presenciado jamás. Bonáfides dio un saltó de alegría, el último que daría, su cuerpo se retorció en el aire y cayó inerte sobre la raya de calce. El peso de su osamenta reposando sobre su brazo izquierdo, una sonrisa de felicidad adosando su rostro. Bonáfides murió infartado de alegría imaginando a su viejita en un vestido lila de flores blancas. |
Texto agregado el 15-06-2004, y leído por 111 visitantes. (0 votos)
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