El chirrido de la carcomida lata es su fiel compañero. Su lata ruidosa no le abandona a pesar del maltrato, de los patadones rabiosos, de los patadones cariñosos y de los patadones dados pensando en Ronaldo. La condenada es, y él lo agradece, masoquista; sigue allí, no importa cuanto la empuje; no importa si las manos también la maltratan, ella, enfermizamente se adhiere más a él. Su lata es una remembranza de sí mismo, por eso la entiende. Sabe que ella, como alguna vez él también, prefiere el maltrato a la soledad, después de todo el maltrato es también una forma de amor, lastimosamente, la única que él ha conocido, ergo, la única que puede dar. El maltrato puede destruir aquello que se ama, a ese ritmo, su lata ya no estará con él para fin de año, su cuerpecillo de latón ya estará muy desgarrado y “lata” ya no podrá ser llamado. Es lo que sucedió conmigo, el cariño subido de tono de mi padre carcomió mi psique y me redujo a esto que ya no puede llamarse ser humano. Mi lata, cuando deje de serlo me abandonará, su sino así lo dicta. La metamorfosis degenerativa inexorablemente te expele hacia otra morada, hay una para cada desperdicio; para los fragmentos de aluminio, el camión del recolector de basura, para las piltrafas humanas, las infames bases de los puentes de la ciudad.