Celedonio era mi vecino, y su trabajo era la aplicación en las paredes de las casas de un insecticida muy tóxico que se le conocía por sus siglas: DDT. También tomaba muestras de sangre a todos aquellos que tuviesen fiebre. Iba con su bomba sobre la espalda, caminando entre maleza, lodo, sol y lluvia, recorriendo muchos kilómetros diariamente.
—Estamos bien tapados doctor, imagínese que la gente no quiere cooperar y no deja que le piquemos el dedo para sacarle una gota de sangre y ponerla en la laminilla.
— ¿Por qué no quieren Loño?
— Usted cree, dicen que el gobierno, les va a vender su sangre.
Me quedé pensando, en la burrada que decían los indígenas, pero detrás de tal expresión está el resentimiento y la desconfianza.
Renunció a su trabajo porque había perdido deseos y el color de la piel parecía un pan mal cocido. Y fue lo mejor que hizo. Platicábamos con familiaridad, después me acompañaba a lugares alejados para visitar algún enfermo en recompensa le atendía a sus hijos. Pero lo mejor que sucedió es que nos hicimos amigos.
— Va a ver doctor que antes de tres meses, tengo mi casa.
Celedonio cumplió a los tres meses había hecho su casa, él con una carretilla traía la piedra de la cantera y cuando hubo reunido la suficiente empezó a levantar paredes: dos cuartos, una cocina y letrina.
Otro día en el camino me dijo que aprendería talabartería para hacer ajuares para los caballos y los jinetes. De los olores que recuerdo, fue el secado de las pieles, el aroma es penetrante, insidioso. Aprendió la artesanía sin que tuviese maestro y luego alzó otro cuarto que fue su taller.
Años después me cantó que su pueblo debería de tener agua entubada. Sin ser autoridad, y organizando a las familias, llevó agua de la montaña a su pueblo.
El mundo y México tiene muchos de esos y sucede que quienes están arriba, en el poder, los ignoran. O todavía peor: los matan.
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