Mami siempre se preocupó porque de alguna forma él percibiera y disfrutara los colores; le hablaba de ellos y le describía las sensaciones que le trasmitían (a ella). El azul me da tristeza, decía, será porque el mar es azul y me infunde melancolía. El rojo en cambio es tan vivaz, me da calor, pero un calorcito sabroso, de esos que te reaniman el alma. El verde de las plantas me hace sentir tranquila y en paz conmigo misma. Tureco es marrón, lo que me recuerda la fuerza de sus ladridos y lo cariñoso que es con nosotros. El sol, con sus rayos amarillos, destruye las tinieblas y me hace sentir feliz. Creo que esa manía de mamí es la que lo llevó a percibir los colores como emociones. A menudo él acostumbraba a decirle: mami estoy como el mar, o mami te quiero con marrón. La brisa la imaginaba amarilla, porque la felicidad lo embargaba al sentirla rozar sus mejillas. El olor del mar lo imaginaba verde, porque respirarlo le transportaba a un estado de total sosiego. La risa la pensaba roja, porque al reír su cuerpo y sus ojos se llenaban de vida. Los médicos curaron su ceguera y le fue difícil entender que los objetos inanimados tenían color; porque al arcoiris que mami, testarudamente dibujó en sus tinieblas, estaba formado por emociones en lugar de gotitas de agua.