MIS VECINOS
Tenía mi espacio. El carpintero acomodó la madera y el aroma en el lugar que había sido un mes antes el refugio de los murciélagos. El veteado de la madera a la luz de las lámparas parecía tener vida. Tres espacios, el consultorio, el área de observación y atrás un desayunador, un catre y una cocina que daba a un minúsculo jardín. Era mi cueva. Zoila, delgada, eficiente, se encargaba de mantener limpio el local y era depositaria del café y los totopos. Neme, un niño de diez años era el recadero y cuando no estaba Zoila podía traducir con facilidad.
Tenía un radio de frecuencia modulada. — Actualmente esto es común— con interferencia escuchaba algunas estaciones del Distrito federal, pero si colocaba un alambre, mejoraba la claridad. Distraído no percaté que atrás de mí estaba el papá de Neme a quien conocía sólo de vista.
— ¿Qué hace?
— Tratando de que el radio suene mejor.
— Ese alambre no le servirá de mucho. Espéreme.
En diez minutos trajo un cable delgado de cobre, lo situó de lado a lado en lo más alto de la casa y con otro conectó al radio y se hizo el milagro, tenía música de toda, llegaban las estaciones como si las tuviese al lado mío. Tuve la dicha de escuchar a los grandes músicos, las orquestas y de vez en cuando a mis oídos llegaba un tango de Gardel. Por qué se escuchaba tan bien, no lo sé, las ondas son así.
Lillo se dedicaba a sacar tabla, es decir su oficio era aserrador. Pero antes de talar un árbol, pedía perdón y sembraba, siempre sembraba.
Doña Candi, era esposa de un vaquero. El vaquero sabía de vacas, de hacer hijos. Doña Candi tenía como oficio ser mamá. El vaquero era como muchos varones, gustaba de la cerveza y de gastar lo poco que ganaba en otras mujeres. Doña candí, hacia todo lo posible por sostener a la prole. No, nada de pegarles a los hijos, anteponía su amor hacia ellos antes que los maltratos del vaquero. Qué quién me lo decía, nadie, sólo la veía trasteando frente a mi consultorio y lavando ropa ajena y cargando a sus pequeños. Nadie me decía nada, sólo de vez en cuando ella se acercaba a darme de lo poco que tenía: un café una enchilada. Le veía la cara, su andar, su silencio y sabía entonces que esa mujer no estaba para odiar a nadie. Amaba a sus hijos por encima de toda pobreza.
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