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Él es tan grande y fuerte que recuerda a los secuoyas. Él es mi secuoya oriental, y yo muero por ser su Yellowstone andino. El aún no lo sabe, ni siquiera lo sospecha, si sus papilas gustativas fueran capaces de percibir la lujuria que destilan mis manos sobre la masa de las arepitas que le preparo, desde hace tiempo ya me habrían delatado. Tampoco se ha dado cuenta de mis miradas furtivas mientras vemos televisión, mordiéndome los labios, imaginándolo en mi lecho. No percibe el menor indicio de mi pasión carnal en las miradas furtivas mientras ve televisión con Marisa; tampoco olfatea mi olor a perra en celo cuando por esas cotidianas casualidades –todas inducidas por mí por supuesto- nos rozamos en los pasillos de la casa. No sé cuánto tiempo más pueda contener las ganas de dejarme arrebatar y arremeter contra mi árbol, adherirme a él como un liquen para sentir como el roce áspero de su corteza hace estremecer mis algas; transformarme en orquídea cuando las caricias de sus ramas detengan el proceso de decadencia en esta vieja planta y volver a florecer aunque sólo sea por un instante. Algún día osaré abordarlo y le haré olvidar su edad y la mía, y unidos en un solo cuerpo lograremos tener la misma. |
Texto agregado el 15-06-2004, y leído por 195 visitantes. (1 voto)
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