A mi viejo
Tirado con las manitos de uñas mugrientas entrelazadas en el estómago, los pies cruzados y al bamboleo del último vagón que no le permite fijar en el horizonte la figura de su pueblo natal, una vez más como cada año parte a lo desconocido. El sol le pega de lleno en esa carita sucia de mocos y curtida por las interminables siestas de picados con pelotas de tiento. Cuando el sol le molesta un poco se hace visera, así, con la manito derecha. Su mirada de apenas 9 años, mira resignada para atrás, y no puede dejar de pensar que lo que le espera van a ser unos días duros en la inmensidad del campo santiagueño juntado maíz, jornadas poco recomendadas para un niño de su edad. Nada puede hacer para deshacerse de esa situación, su padre lo manda. Es el hijo varón más grande y ya tiene que empezar a ganarse el pan.
Estas incursiones lejos de sus pagos lo hacían más grande, pero más chico por que su cansancio así se lo hacía saber. Eran jornadas compartidas con grandes, regadas de mucho alcohol y llenas de episodios que con el tiempo iban a ir formando una personalidad dura para mostrar, pero a su vez sensible cuando uno ahonda en ella. Asados eternos de achuras y falda que nunca dejaban enfriar la parrilla, en donde todos estos peones crónicos terminaban en pedo anestesiando un dolor imposible de llevar a cuestas.
Grandes buscavidas que buscaban encontrar algo que los sacara de esa miseria que los perseguía y no los abandonaba. Muy pocos lo lograron, pero si algo los llenaba de esperanza es que en estas andanzas elegían y decidían ellos, viajando a diferentes puntos del país sintiéndose libres y alejados de las diferencias abismales que existían entre los que tenían y los que apenas podían sostener sus vidas.
Viajaban buscando independencia, no eran vagos, eran lanzados montaraces que se resistían a ser domesticados por la voz seca y dominante del patrón. Corrían atrás de algo que les devolviera su dignidad, aunque esas jornadas devastadoras de sol, lluvia o viento los desgastaran hasta hacerlos pensar a veces que esto era algo imposible.
Pobres dignos, cimarrones con chambergos que deambulaban para no ser atrapados por el lazo que los iba a someter al encierro de un galpón o de un tambo.
En esos tiempos el tren era su aliado, sólo tenían que treparlo y en su lomo frío podían llegar a los lugares que ellos querían llegar. El pata e`fierro siempre fue su compañero fiel de aventuras emancipadoras que siempre tenían como objetivo juntar algo para la olla.
Y así se pasaban todo un día mirando campos, nubes, postes de luz, vías y las chapas de cinc oxidadas y desvencijadas de los galpones de cada una de las estaciones de trenes que iban comiendo hasta llegar a su destino.
En las juntadas familiares sabe rememorar algunos de aquellos epopéyicos sucesos. Cuenta que en una de esas noches le hicieron probar de prepo la caña piragua, una bebida tan fuerte que hasta el más ejercitado en los lares del alcohol le hacía cara fiera al primer trago. Él sólo probó una pizca y al día siguiente todavía sentía su boca quemada por esos cuarenta y cinco grados de alcohol. Después se fue acostumbrando y para pasarla un poco mejor se la agregaba al mate dulce. Después la caña se transformó en una de sus compañeras más fieles en las noches solitarias inundadas de frustraciones y desplantes.
En esos asados nocturnos él se quedaba hasta tarde, después le costaba caro esa decisión por que tenía que levantarse lo mismo al alba para empezar la juntada del maíz. Pero no importaba, le encantaba avivar el fuego con ramitas que se encargaba de juntar antes de que se hiciera de noche. Un fuego que le fue moldeando un corazón abierto a los amigos, y que con el correr de los años nunca dejó apagar y que siempre se encargó de avivar como ejemplo para los que lo veíamos.
No se acuerda cuando fue su último viaje sólo se acuerda de algunos, de los mejores. Tampoco se acuerda cuantos vagones tenía el último tren, sólo sabe que en esta recta final de su vida muchas veces la dureza de esas vías le enseñaron a sobreponerse de muchos momentos insoportables. Tampoco se acuerda cuando le dijo a su padre que no quería viajar más a juntar maíz, no sabe si tenía 10 u 11 años, sólo se acuerda que allí empezó a independizarse y a buscar sus propios trabajos. Tampoco mostraba rencor para con su viejo, sólo sabía o entendía que así eran las cosas, nunca le reprochó nada, en realidad nunca hablaba con él, sólo eran gestos parcos y miradas duras que se devolvían.
Después de grande me contó bien esas historias retenidas en su inconsciente, tal vez como haciéndome ver que él dentro de todo siempre me había cuidado para que no sufriera todo lo que le había tocado.
Hoy con siete décadas encima, muchos litros de vino y muchas parrillas quemadas, esa mirada bamboleante en el horizonte se mantiene intacta. Sólo que ahora se humedece más seguido recordando episodios imposibles de volver a hacer.
Uno sólo puede escucharlo y mirarlo detenidamente para hurgar en el interior de esa mirada y de esas anécdotas, aprendizajes escondidos y mensajes de amor y ternura nunca dichos. Uno sólo puede estar allí donde él se sienta acompañado y protegido. Azuzarlo a que cuente, a que suelte la lengua...
¡Vamos viejo contame otra!
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