“Adela miraba su viejo piano abandonado. Tocaba desde su sillón las teclas a través del aire, primero El Canon, después Para Elisa, por último el Ave María. Las notas iban sonando en su cerebro, sentía cómo el sonido inexistente penetraba en su oído atrofiado por los años, aquellas notas le traían vagos recuerdos.”
- Un principio demasiado melancólico. -Se dijo el escritor, borrando el primer párrafo de su relato. Llevaba mucho tiempo imaginando cómo iba a ser Adela. Había pensado su historia perfecta, tenía a la mujer idealizada, no podía estropear su creación.
“Adela miraba su viejo piano abandonado. Tocaba desde su sillón las teclas, a través del aire. Nunca se hubiese imaginado a sí misma, desaprovechando el tiempo de aquella forma. Pero aquel día era diferente a cualquier otro de sus últimos treinta años.”
El escritor sonrió. Ése era un buen principio.
“La soledad había llevado a la mujer a encerrarse en un mundo controlado por las agujas de un reloj. Adela medía todos sus actos por los minutos que ocupaban en su vida. Se despertaba a las nueve menos tres minutos, para tener el tiempo suficiente de bostezar y estirarse todo lo que el cuerpo cincuentón le pedía, antes de levantarse pesadamente de la cama.”
- Son las nueve cariño -Dijo una voz- ¿Quieres que te prepare un bocadillo? ¿o vienes a cenar conmigo? -El escritor giró la cabeza y vio a Lucía, su mujer.
- Aún es pronto -contestó- más tarde comeré algo- Lucía se acercó a él y le besó en la mejilla. Se sentó sobre sus piernas, mirando la pantalla del ordenador. -¿Qué haces? -dijo él un poco brusco -Tengo que acabar esto para mañana, estoy con el relato de Adela- Lucía hizo como si no le escuchase y empezó a pasarle la palma de la mano por la barba sin afeitar.
- No hago nada. ¿Cómo lo llevas?
- Acabo de empezar –contestó apresurado- así que seguramente me quede esta noche para terminarlo, déjame ahora, luego iré a tomar algo.
Lucía se levantó, dejando a su marido ante el ordenador y, sabiendo ya la respuesta, cerró la puerta del cuarto. Manuel escuchó durante un rato sonidos de ollas y sartenes, mientras ella preparaba la cena, después sólo logró oír el sonido que Lucía siempre ponía para hacer que la entrase el sueño. A más de las doce, lo único que había conseguido era terminar con el paquete de tabaco y un par de cervezas. Aún con el estómago vacío, debió ser la noche la que empezó a inspirarle de nuevo para continuar con su relato:
“Adela realizaba las tareas diarias contabilizando los minutos que debía emplear en cada una de ellas. Setenta para hacer la compra (en ocasiones ochenta si iba al quiosco), sesenta y cinco para desempolvar la casa, barrer y fregar, excepto los jueves, que añadía diecisiete para darle un repaso a los cristales del balcón; nueve para deshacerse de la basura acumulada, normalmente cada tres días; los seis destinados a mirar el dedo meñique de su pie izquierdo, ligeramente desviado, para intentar desvelar los secretos que le guardaba y, por supuesto, los ciento veinte que empleaba en ver la telenovela, mientras tejía despreocupadamente. Como es de suponer, Adela tenía uno o incluso dos relojes en cada habitación de la casa, además del que llevaba siempre encima, sumergible, con cronómetro y luz incluida, por si las inclemencias del tiempo, o la inoportuna oscuridad, no le permitían estar al tanto de los minutos que pasaban.”
Manuel escuchó, sumergido en su letargo literario, la puerta de la casa. Se preguntó algo extrañado, por qué Javier llegaba tan tarde un domingo. Se levantó de su silla y caminó hasta el salón, donde el joven engullía un bocadillo mientras miraba fijamente la tele.
- ¿Cómo vienes tan tarde?- preguntó en su papel de padre.
- Me he entretenido.
- ¿Y dónde has estado?- volvió a preguntar.
- En el cine- respondió el chico sin ánimo de dar más datos.
- ¿Ah si? ¿con alguna chica? Hace mucho que no me cuentas nada.
Como respuesta Javier emitió un gruñido. Sí, era cierto, hacía mucho que no le contaba nada a su padre, exactamente veinte años y los nueve meses que pasó sumergido en líquido amniótico.
Viendo que no tenía nada que hacer allí, Manuel volvió al despacho y se sentó de nuevo frente a su ordenador. Hoy tenía demasiada prisa para ponerse a discutir si hacía bien o no sus labores como padre. Adela le estaba trastornando.
“Pero aquel día tenía algo que había trastocado la rutina dictatorial de Adela, simplemente estaba sentada en su sillón tocando el viejo piano desde lejos, sin contar los minutos y tampoco con ningún tipo de sentimiento que le empujara a hacerlo. Para Adela la vida había cambiado desde que el día anterior...”
- No me gusta –se dijo en voz alta Manuel –esto va a llevar su tiempo...
“La vida de Adela había cambiado radicalmente hacía exactamente mil doscientos minutos. Veinte horas atrás, mientras paseaba a su perra Luna por el parque, la mujer se quedó mirando fijamente a un individuo, que ya debía rondar su edad, sentado en un banco. El hombre no parecía ni por asomo preocupado por el tiempo que allí sentado se le iba, y en eso fue en lo que Adela se quedó pensando durante el resto del día. De dónde venía su obsesión por el tiempo, ella ya no lo recordaba, simplemente lo sentía como algo suyo, una manía que muchos no soportaron, por eso quizá –se decía ella muchas veces –había acabado tan sola.”
Manuel oyó cómo Lucía abandonaba el sofá e iba hacia el dormitorio. Ya pasaba de la una de la mañana, al día siguiente, como siempre, se levantaría temprano para ir a la redacción. Ella también escribía, pero no como Manuel. Escribía cuentos para niños, alguna columna de opinión…pero ella era periodista. Siempre había soñado, quizá con algunos años más, dedicarse de lleno a escribir, como hacía Manuel.
Se levantó y fue al dormitorio con una copia de lo que llevaba de su relato. Entró a la habitación y sorprendió a Lucía medio desnuda, preparándose para dormir.
- ¿No me avisas de que te vas a la cama?
- ¿Para qué? Ya me has dicho antes que te quedarías hasta tarde. –Lucía se metió rápidamente entre las sábanas.
- Mira, te he traído lo que llevo para que lo leas, a ver si te gusta.
Lucía cogió los papeles con una mueca desinteresada y, apoyando suavemente la cabeza en la almohada, se dispuso a leer.
- ¿Qué es esto Manuel? –dijo enfadada.
- ¿El qué? ¿qué pasa? –preguntó él confuso.
- ¿Por qué has tenido que poner lo del piano? Te gusta recordarme que ya no lo toco ¿no?
- ¿Qué dices mujer? Lo he puesto porque sí, sabes que siempre pongo algo de ti en los cuentos...
- ¡Por eso mismo! –gritó –¡Porque siempre pones algo de mí en tus cuentos, estoy harta de formar parte de tus cuentos, lo que quiero es formar parte de tu vida!
Lucía se dio media vuelta y apagó la luz. Manuel recogió despacio los papeles que habían caído al suelo y sin decir media palabra salió de la habitación. De nuevo sentado frente a su ordenador pensó “¡Qué forma de exagerar!” Aún así no cambió el principio de su relato, poner detalles autobiográficos era lo que más le gustaba.
Encendió un cigarrillo y releyó el principio de su cuento. “A mi me gusta” pensó y empezó a dar vueltas en su silla giratoria. Decidió abrir la ventana, hacía buen tiempo. “Acabo de recordar que en primavera también llueve” Manuel escribió esa frase en un papel al percatarse de la fina lluvia que estaba mojando el patio. “Tengo que seguir” se dijo “A este paso no lo tengo para mañana”
“Adela pasó toda la noche dando vueltas en la cama. No conseguía conciliar el sueño, quizá la imagen de aquel hombre era la culpable. Le recordaba, con aquel aire interesante, con...”
- Esto es muy ñoño –se dijo Manuel, borrando el párrafo.
“Adela pasó toda la noche dando vueltas en la cama. Recordando al hombre del banco, se preguntaba cómo era capaz de pasar tanto tiempo allá sentado, simplemente observando caer las hojas de los árboles y el correteo de los niños. A aquella actividad Adela no hubiese dedicado más de siete minutos y, por supuesto, no todos los días. Aunque no se daba cuenta que, durante toda la noche, había desperdiciado horas con una sola imagen en su cabeza, el pensamiento que, aún sin saberlo, iba a cambiar su ritmo de vida. Y es que es de suponer, que a una mujer como Adela jamás se le pasaría la hora de levantarse, ya no por su obsesión por el tiempo, sino porque su propio reloj biológico la había acostumbrado a la rutina. Pero, aunque oyese el despertador aquella mañana y lo apagase, bostezando y estirando su cuerpo cincuentón hasta el límite que le pedía, fue al levantarse cuando se percató de que, incluso su reloj biológico, la había traicionado.”
Manuel escuchó un ruido en la habitación de al lado. Su hijo Javier no dormía, al parecer, daba vueltas por el cuarto como un condenado. Despacio caminó por el pasillo hasta llegar a la puerta del dormitorio, sigilosamente la entreabrió y dijo:
- ¿Se puede?
Javier estaba sentado en la cama, con el pijama puesto y un par de ojeras bien pronunciadas. Hizo un leve movimiento de cabeza para dejar entrar a su padre. Manuel entró despacio y cerró la puerta emitiendo un chasquido imposible de evitar. Se sentó en la cama junto a su hijo y se le quedó mirando unos segundos en silencio. El joven no decía nada, parecía no tener muchas ganas de hablar, pero seguramente, pensó Manuel, tendría muchas cosas dentro de esa cabecita.
- ¿Qué te pasa? ¿Por qué no duermes?
- Nada –contestó rápidamente el muchacho –, es que no tengo mucho sueño.
- No pareces demasiado contento, ¿Estás preocupado por algo? ¿son las clases, los exámenes?
- No, no es nada de eso.
- Ah, entonces sí que es algo –dijo Manuel con una sonrisa.
- Bueno sí, es algo. Pero no creo que te interese mucho saberlo.
- ¿Por qué no va a interesarme? Una cosa es que esté un poco ocupado hijo, y otra que no puedas contarme tus cosas. Anda dime, ¿qué te pasa?
- Bueno, en parte es por una chica de clase, que me tiene hecho un lío. No se si me gusta o no y no se si le gusto a ella o no. Es un poco raro, no estoy preocupado, pero me lo pienso mucho, yo soy así.
A Manuel le hubiese gustado decir “Ya sé que eres así hijo” pero no podía decirlo, porque realmente no lo sabía. Se encontraba en una situación un poco cómica; un adolescente, preocupado por un problema típico de adolescente, que daba la casualidad que era su hijo y lo más gracioso de todo: no sabía qué narices contestarle.
- Bueno –comenzó Manuel –yo creo... que... bueno, pues que no tendrías que preocuparte tanto, es normal que no estés seguro de qué quieres... yo a tu edad...
- Papá, tengo veinte años, tampoco tienes que darme sermones. Si te lo he dicho es porque has venido a preguntarme.
- No era mi intención darte sermones. Además yo tengo cuarenta años y tampoco estoy seguro de nada, eso no va con la edad. Sólo decirte... –hizo una pausa –que si quieres preguntar algo o si te preocupas por algo, bueno… dímelo a mí. No te fíes de lo que digan por ahí y sobre todo, si tiene que pasar algo, el tiempo lo dirá, no te agobies ahora.
Javier se quedó mirándolo fijamente y sonrió. Hizo el amago de meterse en la cama y Manuel se levantó para volver a su trabajo. Antes de cerrar la puerta, el chico dijo:
- Buenas noches, papá.
“¡Eran las nueve y dos minutos! Adela se levantó a toda prisa, se vistió y se peinó tan rápido como pudo. Fue galopando hasta el mercado, dejó para el día siguiente la visita al quiosco y volvió a casa como una bala. Por mucho que lo intentó no pudo remontar los dos minutos: comió dos minutos tarde, miró su novela con dos minutos de retraso... ¿Qué iba a hacer ahora? Su vida estaba trastocada con un intervalo de dos minutos, todo por culpa de un hombre que ni siquiera conocía, que sólo había visto una vez y que…si mal no recordaba, el día anterior se encontraba en el parque más o menos a esa hora. Por eso Adela tocaba su piano desde lejos, simplemente dejando pasar el tiempo, le daba igual ahora tener dos o diez minutos de retraso, toda su exactitud se había perdido. Se levantó del sillón y miró por la ventana. Vio al hombre derrochador, sentado en el banco, observando detenidamente como las palomas picoteaban pequeños trocitos de pan duro. Sin pensárselo dos veces escribió algo en una nota junto a su dirección y bajó al parque a toda prisa. Sigilosamente, se deslizó por detrás del banco donde aquel misterioso hombre descansaba y dejó caer en el bolsillo de su chaqueta la nota manuscrita. Adela volvió a casa y se sentó de nuevo en su sillón. Aquella era una locura que en su vida cuadriculada nunca hubiese cupido.”
“¡Por dios! Ya son las cinco” pensó Manuel. “Hay que ver cómo pasa el tiempo…” Quedaba muy poco para acabar su relato. Dentro de aproximadamente tres horas saldría a la editorial para llevar su pequeña joya. No se sabe si fue por el exceso de sueño, de cerveza o de trabajo, el caso es que el escritor, mientras giraba su silla, apreció al otro lado del cristal de la ventana una fina lluvia. Se le vino de nuevo a la mente la frase que antes había escrito: Acabo de recordar que en primavera también llueve. Era una oración absurda, un dato sin importancia, ¿por qué la había escrito en aquel papel? Llevaba horas sentado frente a su ordenador y comenzó a darse cuenta de lo larga que podía ser una noche, una y todas las que en su vida había pasado allí, de la misma guisa. Será que a veces el inventor acaba aprendiendo de alguna forma de sus inventos; inventos que todos los demás admiran y que el creador no se para a comprender. “El tiempo…” se dijo “pasa tan rápido cuando es de noche… y quizá también la vida, ¿Por qué no? Casi sin darnos cuenta…”
“El hombre descubrió una nota misteriosa en el bolsillo de su chaqueta, con una dirección anotada a toda prisa. Sólo ponía: “Haga el favor de devolverme mis dos minutos”
Adela, habiendo perdido toda esperanza de recuperar su tiempo y de conocer a aquel hombre, seguía mirando su antiguo piano. Se levantó y comenzó a tocarlo, cada nota, le hacía recuperar minuto a minuto, pedazos de su vida anterior, rejuveneciéndola y llenándola de algo extraño, algo que ya no recordaba o quizá nunca había sentido. Antes de terminar la primera canción, sonó el timbre. Dejó reposar las manos sobre las teclas un par de segundos y se levantó para abrir la puerta.
Al fin alguien venía para devolverle su tiempo.”
“Quizá retoque el final, si no les gusta” pensó Manuel. Antes de salir de casa, sabiendo que a Lucía aún le quedaban un par de horas de sueño, dejó una nota pegada a la nevera.
Cuando su mujer se levantó fue a comprobar que su marido se había marchado. Se preguntaba si había sido brusca, pero ¿qué demonios? Tenía derecho a exigir ciertas cosas. Algo angustiada, se dirigió a la cocina para prepararse una taza de café. Odiaba profundamente los lunes.
Descubrió sorprendida la nota de la nevera y, con media sonrisa, la cogió:
“Hoy he vuelto a recordar que en primavera, por desgracia, también llueve. No es un dato importante, ni mucho menos, pero, con lo alegre que empezaba a estar el mundo de nuevo con el sol, hoy vuelve a llover. En lo que ha transcurrido de día y aprovechando esta lluvia, llevo casi diez cartas escritas, pero las he desechado todas. Y es que es una pena, joder, que estando tan cerca te extrañe de esta forma. Lo gracioso es que lo único que se me ocurre contarte es que en Madrid también llueve en primavera. Si lo pienso fríamente, ya casi no te echo de menos, es más bien una sensación de vacío, como si algo faltara, pero en el fondo no sé el qué. Es más bien, una terrible sospecha de que dejé de ser yo hace mucho tiempo, de que ya no miro con mis ojos sino con los tuyos y que te has apoderado tanto de mi alma, que consigues ver lo que yo veo sin estar aquí, solamente a través de mí.
Es ahora cuando comprendo, la importancia que tiene el tiempo y ¿por qué no? La lluvia también y la primavera. Por eso, no te enfades conmigo, sabiendo como sabes lo que soy, deja por lo menos que vivamos felices en mis cuentos.”
Manuel.
Y de esta forma Lucía supo que hoy tendría que esperarle a comer y que iba a venir más contento que nunca. Se vistió y salió a la calle. Mirando el reloj tuvo el impulso de apresurarse, pero, después de ver a través de la ventana que llovía, se dijo que hoy más que nunca y por ser lunes, estaba dispuesta a perder el tiempo.
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